CORAZONADA




MarioBenedetti






Apreté dos veces el timbre y en seguida supe que me iba a quedar. Heredé de mi padre, que en paz descanse, estas corazonadas. La puerta tenía un gran barrote de bronce y pensé que iba a ser bravo sacarle lustre. Después abrieron y me atendió la ex, la que se iba. Tenía cara de caballo y cofia y delantal. "Vengo por el aviso", dije. "Ya lo sé", gruñó ella y me dejó en el zaguán, mirando las baldosas. Estudié las paredes y los zócalos, la araña de ocho bombitas y una especie de cancel.
Después vino la señora, impresionante. Sonrió como una Virgen, pero sólo como. "Buenos días." "¿Su nombre?" "Celia." "¿Celia qué?" "Celia Ramos." Me barrió de una mirada. La pipeta. "¿Referencias?" Dije tartamudeando la primera estrofa: "Familia Suárez, Maldonado 1346, teléfono 90948. Familia Borrello, Gabriel Pereira 3252, teléfono 413723. Escribano Perrone, Larraíaga 3362, sin teléfono." Ningún gesto. "¿Motivos del cese?" Segunda estrofa, más tranquila: "En el primer caso, mala comida. En el segundo, el hijo mayor. En el tercero, trabajo de mula." "Aquí", dijo ella, "hay bastante que hacer". "Me lo imagino".   "Pero hay otra muchacha, y además mi hija y yo ayudamos. " "Sí, señora." Me estudió de nuevo. Por primera vez me di cuenta que de tanto en tanto parpadeo. "¿Edad?" "Diecinueve." "¿Tenés novio?" "Tenía." Subió las cejas. Aclaré por las dudas: "Un atrevido. Nos peleamos por eso." La Vieja sonrió sin entregarse. "Así me gusta. Quiero mucho juicio. Tengo un hijo mozo, así que nada de sonrisitas ni de mover el trasero." Mucho juicio, mi especialidad. Sí, señora. "En casa y fuera de casa. No tolero porquerías. Y nada de hijos naturales, ¿estamos?" "Sí, señora." ¡Ula Marula! Después de los tres primeros días me resigné a soportarla. Con todo, bastaba una miradita de sus ojos saltones para que se me pusieran los nervios de punta. Es que la vieja parecía verle a una hasta el hígado. No así la hija, Estercita, veinticuatro años, una pituca de ocai y rumi que me trataba como a otro mueble y estaba muy poco en la casa. Y menos todavía el patrón, don Celso, un bagre con lentes, más callado que el cine mudo, con cara de malandra y ropas de Yriart, a quien alguna vez encontré mirándome los senos por encima de Acción. En cambio el joven Tito, de veinte, no precisaba la excusa del diario para investigarme como cosa suya. Juro que obedecí a la Señora en eso de no mover el trasero con malas intenciones. Reconozco que el mío ha andado un poco dislocado, pero la verdad es que se mueve de moto propia. Me han dicho que en Buenos Aires hay un doctor japonés que arregla eso, pero mientras tanto no es posible sofocar mi naturaleza. O sea que el muchacho se impresionó. Primero se le iban los ojos, después me atropellaba en el corredor del fondo. De modo que por obediencia a la Señora, y también, no voy a negarlo, pormigo misma, lo tuve que frenar unas diecisiete veces, pero cuidándome de no parecer demasiado asquerosa. Yo me entiendo. En cuanto al trabajo, la gran siete. "Hay otra muchacha" había dicho la Vieja. Es decir, había. A mediados de mes ya estaba solita para todo rubro. "Yo y mi hija ayudamos", había agregado. A ensuciar los platos, cómo no. A quién va a ayudar la vieja, vamos, con esa bruta panza de tres papadas y esa metida con los episodios. Que a mí me gustase Isolina o la Burgueño, vaya y pase y ni así, pero que a ella, que se las tira de avispada y lee Selecciones y Lifenespañol, no me lo explico ni me lo explicaré. A quién va a ayudar la niña Estercita, que se pasa reventándose los granos, jugando al tenis en Carrasco y desparramando fichas en el Parque Hotel. Yo salgo a mi padre en las corazonadas, de modo que cuando el tres de junio (fue San Cono bendito) cayó en mis manos esa foto en que Estercita se está bañando en cueros con el menor de los Gómez Taibo en no sé qué arroyo ni a mí qué me importa, en seguida la guardé porque nunca se sabe. ¡A quién van ayudar! Todo el trabajo para mí y aguantate piola. ¿Qué tiene entonces de raro que cuando Tito (el joven Tito, bah) se puso de ojos vidriosos y cada día más ligero de manos, yo le haya aplicado el sosegate y que habláramos claro? Le dije con todas las letras que yo con ésas no iba, que el único tesoro que tenemos los pobres es la honradez y basta. Él se rió muy canchero y había empezado a decirme: "Ya verás, putita", cuando apareció la señora y nos miró como a cadáveres. El idiota bajó los ojos y mutis por el foro. La Vieja puso entonces cara de al fin solos y me encajó bruta trompada en la oreja, en tanto que me trataba de comunista y de ramera. Yo le dije: "Usted a mí no me pega, ¿sabe?" y allí nomás demostró lo contrario. Peor para ella. Fue ese segundo golpe el que cambió mi vida. Me callé la boca pero se la guardé. A la noche le dije que a fin de mes me iba. Estábamos a veintitrés y yo precisaba como el pan esos siete días. Sabía que don Celso tenía guardado un papel gris en el cajón del medio de su escritorio. Yo lo había leído, porque nunca se sabe. El veintiocho a las dos de la tarde, sólo quedamos en la casa la niña Estercita y yo. Ella se fue a sestear y yo a buscar el papel gris. Era una carta de un tal Urquiza en la que le decía a mi patrón frases como ésta: "Xx xxx x xx xxxx xxx xx xxxxx". La guardé en el mismo sobre que la foto y el treinta me fui a una pensión decente y barata de la calle Washington. A nadie le di mis señas, pero a un amigo de Tito no pude negárselas. La espera duró tres días. Tito apareció una noche y yo lo recibí delante de doña Cata, que desde hace unos años dirige la pensión. Él se disculpó, trajo bombones y pidió autorización para volver. No se la di. En lo que estuve bien porque desde entonces no faltó una noche. Fuimos a menudo al cine y hasta me quiso arrastrar al Parque, pero yo le apliqué el tratamiento del pudor. Una tarde quiso averiguar directamente qué era lo que yo pretendía. Allí tuve una corazonada: "No pretendo nada, porque lo que yo querría no puedo pretenderlo".

Como ésta era la primera cosa amable que oía de mis labios se conmovió bastante, lo suficiente para meter la pata. "¿Por qué?", dijo a gritos, "si ése es el motivo, te prometo que..." Entonces como si él hubiera dicho lo que no dijo, le pregunté: "Vos sí... pero, ¿y tu familia?" "Mi familia soy yo", dijo el pobrecito.
Después de esa compadrada siguió viniendo y con él llegaban flores, caramelos, revistas. Pero yo no cambié. Y él lo sabía. Una tarde entró tan pálido que hasta doña Cata hizo un comentario. No era para menos. Se lo había dicho al padre. Don Celso había contestado: "Lo que faltaba." Pero después se ablandó. Un tipo pierna. Estercita se rió como dos años, pero a mí qué me importa. En cambio la Vieja se puso verde. A Tito lo trató de idiota, a don Celso de cero a la izquierda, a Estercita de inmoral y tarada. Después dijo que nunca, nunca, nunca. Estuvo como tres horas diciendo nunca. "Está como loca", dijo el Tito, "no sé qué hacer". Pero yo sí sabía. Los sábados la Vieja está siempre sola, porque don Celso se va a Punta del Este, Estercita juega al tenis y Tito sale con su barrita de La Vascongada. O sea que a las siete me fui a un monedero y llamé al nueve siete cero tres ocho. "Hola", dijo ella. La misma voz gangosa, impresionante. Estaría con su salto de cama verde, la cara embadurnada, la toalla como turbante en la cabeza. "Habla Celia", y antes de que colgara: "No corte, señora, le interesa." Del otro lado no dijeron ni mu. Pero escuchaban. Entonces le pregunté si estaba enterada de una carta de papel gris que don Celso guardaba en su escritorio. Silencio. "Bueno, la tengo yo." Después le pregunté si conocía una foto en que la niña Estercita aparecía bañándose con el menor de los Gómez Taibo. Un minuto de silencio. "Bueno, también la tengo yo." Esperé por las dudas, pero nada. Entonces dije: "Piénselo, señora" y corté. Fui yo la que corté, no ella. Se habrá quedado mascando su bronca con la cara embadurnada y la toalla en la cabeza. Bien hecho. A la semana llegó el Tito radiante, y desde la puerta gritó: "¡La vieja afloja! ¡La vieja afloja!" Claro que afloja. Estuve por dar los hurras, pero con la emoción dejé que me besara. "No se opone pero exige que no vengas a casa." ¿Exige? ¡Las cosas que hay que oír! Bueno, el veinticinco nos casamos (hoy hace dos meses), sin cura pero con juez, en la mayor intimidad. Don Celso aportó un chequecito de mil y Estercita me mandó un telegrama que -está mal que lo diga- me hizo pensar a fondo: "No creas que salís ganando. Abrazos, Ester."
En realidad, todo esto me vino a la memoria, porque ayer me encontré en la tienda con la Vieja. Estuvimos codo con codo, revolviendo saldos. De pronto me miró de refilón desde abajo del velo. Yo me hice cargo. Tenía dos caminos: o ignorarme o ponerme en vereda.
Creo que prefirió el segundo y para humillarme me trató de usted. "¿Qué tal, cómo le va?" Entonces tuve una corazonada y agarrándome fuerte del paraguas de nailon, le contesté tranquila: "Yo bien, ¿y usted, mamá?"


EL COYOTE 13








Arturo Souto








RODABA EL SOL DETRAS DEL HORIZONTE, DEJANDO una línea de fuego violeta en los confines del desierto; remolinos de viento levantaban polvorientas espirales en las llanuras; nacía Venus cintilante en una esquina sombría del cielo. Y el vaquero Juan, al paso cansino de su caballo exhausto, venía tocando un ritmo melancólico en las cuerdas tensas de la guitarra. Doblado el cuerpo hacia el arzón, con el sombrero en la nuca, baja la vista sobre el cuello sudoroso de la bestia, cantaba el vaquero una canción triste de los llanos. Aquí y allá, engarzando en cualquier punto de la melodía, brotaba el monólogo del solitario. Trece horas de caballo, a la zaga del ganado fantasma; trece horas de jinetear la llanura, guiándose por el sol; trece horas de cuero, de polvo y de sudor. El hombre, errabundo en las inmensas soledades, perdía el sentido de la vida; se le secaba el alma como una avellana; se le mineralizaba la piel, y después el corazón.


        Hasta donde alcanzara el poder de los ojos, veíase cielo y tierra, fundidos en el horizonte, en la línea sangrienta del crepúsculo. A esa hora, las piedras candentes del desierto devolvían al espacio las radiaciones diurnas; alargábanse hasta el infinito las sombras de las nopaleras cenicientas, Y el vaquero Juan, adentrándose lentamente en aquellas superficies reverberantes, se aferraba a su canción como una novia. Silbaban ya los vientos, la trompetería de noche y muerte; y el temor a lo desconocido entraba insidioso en las entrañas. Pero el vaquero Juan tenía la mente ocupada. Sin prisa, avanzaba hacia un lugar bien sabido. Orientado por la brisa, olfateaba el aire, rastreando un olor espeso de carne muerta.


        Se oscurecía el cielo, brotaba lejano y tembloroso el zodíaco, como rocío del espacio. Poco después, avistó una alambrada de límites invisibles; una frontera de acero empolvado en el desierto. El vaquero Juan avanzó hasta ella y se detuvo a pocos metros.


        Cortó en seco su canción y permaneció inmóvil contemplando el alambre de púas. Libre de las riendas, el caballo empezó a escarbar estúpidamente la tierra dura. Y su amo, envuelto en una atmósfera viscosa de putrefacción, sonrió al contar los coyotes. Había doce. Doce coyotes colgados de la cerca. Con las patas en cruz, tiesa la cola, inclinadas las cabezas contra el pecho, pudríanse las bestias en el sol del desierto. Pequeños, de piel rojiza, rezumantes los hocicos de sangre seca y carbonienta, parecían espantapájaros o banderitas al viento. Este, que barría las llanuras, jugaba con los pelillos oxidados de los coyotes; tremolaban, se movían como si estuvieran vivos.


        Pero el vaquero Juan tenía manos grandes, callosas, de uña sucia y dedo corto. Sus manos eran las que apretaban la soga áspera, el cuero y el tanino; sus manos eran las que imprimían el sello de fuego en la piel suave de los ternerillos, y olían después al humo blanco de la carne quemada; sus manos, duras y agrietadas, eran las mismas que martirizaban, año con año, innumerables bestias. De ahí que el hombre adquiriese esa violencia ciega, esa testarudez silenciosa, esa intensidad atávica de los animales de rebaño. Y el vaquero Juan, señero y vagando en las inmensidades del llano, tenía un mundo tan chico que le cabría en el sombrero. Lo demás, el cielo, la llanura, la soledad, no era más que una interrogante angustiosa y amenazadora.


        Ese día había venido de muy lejos para contar sus coyotes. Predadores del ganado menor, que acechaban con sus ojitos de fósforo; fantasmas del sueño, que mecían con su ulular selénico, los coyotes eran los enemigos naturales de Juan vaquero. Y éste, cazándolos con trampa y rifle, los sacrificaba para ejemplo de los demás. Por eso colgaban los coyotes, prendidos en las púas relucientes del acero; su sangre formaba carámbanos negros en los alumbres; y sus sombras, alargadas por la luz violácea de Véspero, dibujaban estrías mortales en el desierto. Pero el vaquero Juan, que hablaba consigo mismo, y sonreía y amenazaba, y maldecía, hubiera querido tener trece coyotes en aquel alambre. El más grande, al más viejo, el Coyote 13, se le escapaba siempre, taimado, receloso, retador. Noche a noche, oculto en algún yerbazal reseco, en alguna hondonada salina, en cualquier punto de aquella coordenada mineral, le aullaba a la luna. Y el vaquero Juan, temblando do frío bajo las mantas, fija la vista en las estrellas, lo escuchaba; y parecía verle, encorvado el espinazo, tensa la cola, puntiagudo el hocico; parecía verle trotar proféticamente por la llanura, fosfórico y salvaje; y después, meses después, cuando tuviera que rendir cuentas al dueño, al petrolero de San Antonio, le diría que un coyote viejo se había llevado más de una cabeza.


        Le pidió a Dios o al diablo Juan vaquero que le diera el Coyote 13, y metiendo la última bala en la cámara de su rifle, empezó a alejarse de aquel signo maloliente. Atrás, tremolando al viento, quedaban los coyotes; sus contornos pelirrojos traslucían las luces últimas del ocaso. Pero su imagen, clavada en la memoria del vaquero Juan, persistía indeleble como recuerdo de solitario. Imaginaba al Coyote 13 en cruz, sangrante, humillada la cabeza, vencido. Esa idea le gustaba y llenaba su pensamiento, borrando dolores, cansancio, soledad. Envejecido prematuramente por el sol, tenía la piel cuadriculada por infinitas arrugas. Cuadrado el rostro, de expresión brutal, con los labios tenues y agrietados, permanente en ellos la colilla amarillenta, Juan vaquero tenía mucho de bestia y de anacoreta. La barba rubia y las cejas casi albinas le nacían entre las arrugas como espinas de luz. Y los ojos diminutos, contraída la pupila por años de blancura solar, eran azulgrises, inocentes y, al tiempo, duros y secos, porque en ellos sólo se reflejaba el desierto, la superficie de inmensas soledades, geométrica y abstracta.


        Esas llanuras perdieron al fin su brillo; y la noche, límpida, cubrió la tierra. Desmontando, apostóse Juan vaquero detrás de una nopalera y esperó. Para no encender fuego, empezó a mascar tabaco. Acariciaba el gatillo y esperaba, rumiando un gusto anticipado. En poco tiempo, cuando la luna subiera a su órbita exacta, el Coyote 13 se sentaría y alzaría su cuello de peludo collar para cantar su canción nocturna. Y una bala, veloz y acertada, vendría a cortar su aullido en la yugular o en la cabeza. El vaquero Juan así lo pensaba; y sonreía dentro de la manta, cohibido por el acecho y el silencio. Y subió la luna, pero no hubo señal del Coyote 13. Oíase el viento; la vibración de las estrellas; la respiración profunda del caballo; y nada más. El Coyote 13 no venía. Y Juan vaquero sintió muy frío el metal de su rifle. Qué raro le parecía que no hubiese llegado ya. ¡Cuán vacío, muerto, estéril, le parecía el desierto! La piedra y el hombre, el espacio y el hombre. Se le durmió una pierna y dejó que las hormiguitas de la sangre quieta se la apelmazaran.


        Y un silencio, un enorme silencio le fue apagando el alma. Era una radiación de su ser, una fuga de todo lo que había de impalpable en su cuerpo. El vaquero Juan sentía que se iba, que algo importante se escapaba, su espíritu sin duda alguna. Se le quedaban vacías las botas de cuero recurtido, y los pantalones de mezclilla, y la manta, hueca, parecía conservar rígida la forma de un bulto inexistente, la huella fósil de un ser. Como las piedras calcinadas que de noche devuelven al espacio los rayos del sol, Juan vaquero se quedó sin alma. Esforzábase por pensar, por recordar; pero sólo conseguía imágenes relampagueantes, vacías. En la pantalla incolora de su mente cruzaron las torres extrañas y metálicas de los pozos petroleros; el sabor amargo de la cerveza; los enormes torsos blancos y fofos de los trabajadores. En ella bailaron fugaces e incoherentes los rebaños que levantan nubes de polvo; el cráneo desnudo de un novillo que se murió de sed en el desierto; los cuerpos morenos de las muchachas que conoció de tarde en tarde en los prostíbulos fronterizos de la llanura. Pero esas imágenes no le servían, por vacías y efímeras.


        El silencio llegó a hacerse total, absoluto, y el vaquero Juan, tiritando por la helada, con el alma ausente, se convirtió en un pequeño punto perdido en la soledad. Apretado el rifle contra las rodillas, masticaba la pasta agria del tabaco y aguardaba. Esperaba descorazonado cuando escuchó de pronto un breve ladrido. El sonido, cortísimo, le hizo brincar. Erguido, tembloroso, con el rifle en las manos, miró en rededor. ¡El coyote 13 había llegado! Por allí, muy cerca, brillarían sus ojitos amarillos. Y Juan vaquero, quitándole el seguro a su arma, corrió por la llanura. Repitióse el ladrido, seguido de otro. Acercóse poco a poco el hombre hacia el lugar de donde salían aquellos sonidos; sentía que la vida le había vuelto al cuerpo; conocía sus manos, y sus pies grandes metidos en las botas viejas y familiares. Y cuando aún vacilaba, desorientado, escuchó un aullido lastimero que le llevó a un raquítico y desecado yerbazal. Allí estaba el Coyote 13. Era grande, canoso; abrió sus fauces, enseñando los colmillos blancos y afilados. Ovillado, sangrante la pata, negra e hinchada la lengua colgante, el animal luchaba desesperadamente por huir. Sus ojitos, iluminados de odio y terror, miraron al hombre que se acercaba gradualmente; erizábanse los pelos del lomo y los labios negros se fruncían, exhalando gruñidos sordos. Y el hombre, adivinando lo que pasaba, apuntó con toda calma. La bestia estaba muriéndose de sed. Exangüe y lastimada, no pudo aullarle a la luna como siempre hacía; y esa noche era la última. El vaquero Juan sonrió. Pensó en los coyotes crucificados, y hasta percibió el olor de su carne muerta; y en seguida, poco a poco, fue apretando el gatillo de manera suave, como si fuera un arco que se tiende. Y así, hombre y bestia se miraron unos instantes; pero el disparo no hizo blanco nunca.


        Juan vaquero mudó súbitamente de sentimientos y tiró al aire, al cielo. Retumbó el sonido en las inmensas soledades y el coyote, agitados sus costados como un fuelle, permaneció vivo en el yerbazal. El hombre lo contempló, le dijo unas palabras y fue a buscar agua. Cuando se inclinó para verter la cantimplora en la escudilla de aluminio, el animal se retorcía espantado. Y el vaquero Juan, para dejarlo beber tranquilo, volvió a la nopalera. Entre la manta, con las estrellas verticales sobre la frente, pensó que de haber matado al Coyote 13, habría vuelto aquel silencio mineral y horrible que acababa de sentir esa noche. Y durmió tranquilo, contento, con las botas llenas otra vez; y durmió mecido por el sonido que el coyote producía al beber con lengüetazos ávidos. Y es así como, mucho después, años quizá, aún vivía el Coyote 13; y en las noches de luna llena, aullaba sin cesar; y atacaba al ganado; y Juan vaquero, tozudo e indignado, le perseguía. Y sin embargo, el hombre no sintió nunca más aquella terrible soledad mineral en las inmensidades de la llanura. Y para él, un enemigo sagrado, intocable, fue el Coyote 13.



NO ME IRÉ SIN TI




Rafael Pérez Gay












Estábamos felices adquiriendo diversos artículos en un almacén de reconocido prestigio. La magnífica organización familiar descubrió este modo de hacer las compras: tú la fruta y la verdura; yo, abarrotes, blancos y salchichonería. No era lo que se llama una propuesta democrática, pero la acepté como se aceptan las cosas que se vuelven costumbre y uno acaba queriéndolas por el simple hecho de que ocurren siempre.

“Yo la fruta y la verdura”, repetí mentalmente, y me encaminé por un pasillo de galletas, panes, harinas y otros productos ricos en calorías, hacia los anaqueles del fondo. En los supermercados de los que hablo, la fruta y la verdura siempre están al fondo. Caminé inexplicablemente feliz, como si me hubieran premiado o hubiera ganado una cantidad interesante de dinero en la última semana. Esto es la vida, pensé, lo demás son trampas de los sueños que caducan, turbias diversiones de la voluntad.

Elegir el jitomate bola puede parecer a simple vista una operación no sólo sencilla sino humillante. Es todo lo contrario, muy complicada y, además, fortalece el espíritu. Se sabe: si el jitomate se consumirá en breve, su textura puede ser blanda, pero si se piensa en el almacenamiento, el jitomate debe estar duro para que el tiempo lo madure y apruebe la buena ejecución de, digamos, una ensalada.

Estaba en esto y otras cosas, como la lechuga romana, la zanahoria, el pepino, la sabiduría que implica diferenciar el cilantro del perejil —uno tiene raíz, el otro no— cuando se oyó por el sonido local del almacén de reconocido prestigio una voz femenina llamando a la corrección de un precio, de un olvido involuntario:


—Abarrotes y servicios, favor de pasar a la caja siete. Junto a mí, una mujer examinaba un melón, le daba golpecitos con los dedos como si alguien viviera adentro. Se oyó de nuevo la voz:


—Abarrotes y servicios, favor de pasar a la caja siete. La misma mujer metía en una bolsa de plástico una cantidad de limones suficiente para darle limonada a sesenta personas sedientas. El sonido local reproducía los acordes orquestales de una canción de los Beatles: Across the Universe. Se interrumpió la música y se oyó la voz de la mujer:


—Abarrotes y servicios, favor de pasar a la caja siete. Estaba a punto de decirle a mi compañera de frutas y verduras que los empleados de abarrotes se caracterizan por su impuntualidad, cuando la voz regresó, pero ahora áspera, cercana a la agresión:


—Abarrotes y servicios, favor de pasar a la caja siete. No te escondas entre la muchedumbre—dijo la mujer—. Sé que estás allí. Siempre supe que no tenías vergüenza. Vienes hasta aquí con tu mujer y tus mentiras como si no hubiera pasado nada entre nosotros. ¿Qué nueva mentira traes contigo?

Un silencio de eternidad como quería Baudelaire invadió el almacén de reconocido prestigio. La señora del melón volteó al techo como si quisiera encontrar en él la cara dolida de la mujer que hablaba inopinadamente por el sonido local. Pero yo supe, por mi conocimiento de los almacenes de reconocido prestigio, que la voz venía del departamento de devoluciones, ni más ni menos. Un hombre que como yo compraba la verdura se pasó una mano por la frente. No pudo disimular el miedo, la tensión dominó su mano derecha y despanzurró un jitomate —que yo había desechado— y que estaba listo para ser partido en rodajas.

El silencio se convirtió en desconcierto y éste en con fusión. Una mujer dejó caer al piso la pasta Anti-Sarro con Fluoristat, los jabones Antibacterianos y un paquete de Panty Shields para una perfecta higiene femenina. Por alguna razón que tiene que ver con la solidaridad, le dije al hombre que había triturado el jitomate:


—Un útil instrumento de persuasión, ¿no le parece?


—señalé las bocinas del sonido local y vi su mano derecha enrojecida y húmeda.


—Y pensar que te quise como a nadie —se oyó la voz, ahora con dos puntos más de volumen—. Que pasé años de mi vida en la sombra del secreto, que me alejé de todos. Cómo pude ser tan ciega. “Somos descaradamente felices”, me dijiste una de las últimas noches que pasamos juntos hasta el amanecer lluvioso de un día de mayo. Eso fue lo que dijiste, ¿te olvidaste ya? Durante toda esa noche en que bebimos nuestro vino y nuestro sudor y nos quedamos dormidos, cansados de ser uno solo, convencidos de que aquello no era un sueño sino el momento más feliz de nuestras vidas, ¿te olvidaste ya? ¿Por eso regresas con tu mujer como si nada hubiera ocurrido entre nosotros?


Todos suspendieron sus necesidades compradoras, atentos a la voz. Un hombre rompió el pasmo:


—Me perdonan, pero un amor así debe ser una esclavitud espantosa.

Era un hombre de abrigo gris, con lentes y una mira da perdida en el abismo y no frente al refrigerador de cervezas heladas. Supe de inmediato que se trataba de un profesor de filosofía de la Universidad de Berkeley que pasaba sus vacaciones en la ciudad de México. Las circunstancias me obligaron a responderle esto:


—Eso lo dice Schopenhauer. Me va a perdonar, pero Schopenhauer tiene más contradicciones que semillas esta sandía —alcé una sandia verde y madura para enseñársela.


—Piénselo, amigo —me dijo el profesor—. Un amor así es una esclavitud.

Por detrás de nosotros se acercó una mujer hermosa, de unos treinta y tres años recién cumplidos, vestida paran hacer el mercado: jeans deslavados, blusa de flores, zapatos bajos. Era muy bella y dijo:


—El asunto es si esta pobre mujer fue engañada o no. Por lo que dice creo que él mintió más de una vez. A cambio de las mentiras, él recibió certezas diarias, cariño; actos de amor, más que palabras hermosas.
Una corriente eléctrica que emergió de una de mis zonas erróneas sacó una chispa que no pude controlar:


—Dios mío —le dije—, parece usted candidata a diputada por el sexto distrito. ¿Cómo puede usted deducir todo eso? ¿Quién es usted, Aristóteles disfrazado de ama de casa joven y bella? ¿No se le ocurre pensar que las cosas fueron de un modo más complicado, menos simple? Además —le dije—, le aclaro que no es tan fácil distinguir la verdad de la mentira.


—No me gusta lo que me dice —dijo la mujer.


—Lo siento mucho —le contesté.


—Lo siente mucho, pero usted da a entender que la verdad y la mentira son la misma cosa. Una mentira siempre es una mentira.

Creo que el profesor de filosofía dijo en voz muy baja, mientras ponía en su carrito un paquete de cervezas:


—Allí sí, la joven señora se equivoca.


— ¿No se le ocurre pensar —le dije— que él estaba muy enfermo y tuvo que irse para evitarle mayor dolor?


El filósofo me miró con su mirada de abismo y tuvo conmigo un detalle schopenhaueriano invaluable: me señaló el carrito con las adquisiciones de la mujer joven y bella y, en él, un paquete de toallas femeninas. Entonces me dijo:


—En estos días el debate civilizado es imposible. Nada qué hacer.
Como lo último que dije no me pareció lógicamente sólido, abandoné el lugar del jitomate y los limones. El filósofo y yo alcanzamos a oír que ella nos dijo:


—Son ustedes unos machistas detestables.
Otra vez el sonido que se emitía desde el departamento de devoluciones:


—De pronto un día, te lo confieso, me descubrí apenada de estar sin ti. Lloraba por las noches y el sol traía la certeza de que ya no estabas conmigo, que ya no te esperaba a las siete, a las ocho, a las nueve, en una es pera en la que se mezclaban el placer, la ansiedad y la rabia. Ya no llegarás otra vez a mi casa y no te esperaré. No volveré a oírte decir “Tuve un día del demonio”, ni te quitarás el saco y te aflojarás la corbata diciendo que aquel lugar, mi casa, era un refugio, una de esas cosas por las cuales la vida merece la pena vivirse. Sé muy bien, querido, que no volverás a llorar en mi almohada recordando a tu padre, ya no harás memorias de tu infancia en el campo de futbol mientras fumas el noveno cigarro de la noche, del amor, del sexo. A cambio, yo no te contaré la primera vez que hice el amor con un hombre tan mayor que pudo ser mi padre. No voy a contarte nunca más de la noche en que besé a una amiga en la boca para saber qué se sentía y, tampoco, repetiré frente a ti el simple mecanismo de pararme al baño después del amor ni, por cierto, tú volverás a gritarme desde el cuarto: “ ayudo?” Y no irás nunca más a ese baño después de habemos querido hasta el llanto, húmedo de mí, y yo no diré: “Me lo cuidas”. Nada de esto volverá a ocurrir entre nosotros. Deja que yo no sea nada para ti. Cambiaré de nombre si es necesario, cambiaré de manera de ser y dejaré de usar el vestido azul que tanto te gustaba, me cambiaré de casa para borrar los rastros, no quiero seguir en el mismo lugar en donde fue verdad tanta mentira.

La voz del sonido local se interrumpió de golpe. El profesor de filosofia dijo:


—Esto empieza a ser verdaderamente desagradable. Compro mis servitoallas y me voy. Ahora bien —me dijo siguiéndome con su carrito repleto de mercancía—, vea usted: si Walter Benjamin hubiera conocido estos grandes almacenes habría cambiado el tema de su gran proyecto inacabado, Los pasajes habrían sido Los almacenes: en ellos ocurre todo lo que compete al ser humano. ¿Ya lo había pensado usted? Los grandes almacenes de autoservicio son el enigma por excelencia de la modernidad.


LA ORUGA


La oruga camina lenta, ondulada, sexo sobre la rama, o cara de pene verdoso con manchas marrones, o blanquecino de patas cafés. Descarada, roja, unos lunares negros, hinchada, erguida, moviendo las primeras patas, busca un orificio. Ante el vacío que trae el viento, se guarece, lía, abriga, enfunda, se duerme. Tiene sueños naranjas, marrones, verdes, amarillos. Como si no hubiera pasado nada en el árbol.


[Guillermo Samperio]

PASEAR AL PERRO



Guillermo Samperio










       Amaestrados, ágiles, atentos, bucólicos, bramadores, crespos y elegantes, engañosos y hermafroditas, implacables, jocundos y lunáticos, lúcidos, mirones, niños, prestos, rabiosos y relajientos, sistemáticos, silenciosos, tropel y trueque, ultimátum y veniales, vaivienen, xicotillos, zorros implacables son los perros de la mirada del hombre que fijan sus instintos en el cuerpo de esa mujer que va procreando un apacible, tierno, caliente paisaje de joven trigo donde pueda retozar la comparsa de perros inquietantes. Su minifalda, prenda lila e inteligente, luce su cortedad debido a la largueza de las piernas que suben, firmes y generosas, y se contonean hacia las caderas, las cuales hacen flotar paso a paso la tela breve, ceñida a la cintura aún más inteligente y pequeña, de la que asciende un fuego bugambilia de escote oval ladeado que deja libre el hombro y una media luna trigueña en la espalda. La mujer percibe de inmediato las intenciones de los perros en el magma de aquella mirada, y el hombre les habla con palabras sudorosas, los acaricia, los sosea, los detiene con la correa del espérense un poco, tranquilos, no tan abruptos, calma, eso es, sin precipitarse, vamos, y los echa, los deja ir, acercarse, galantes, platicadores, atentos, recurrentes. Al llegar a la esquina, la mujer y su apacible, tierno, caliente paisaje de joven trigo, y el hombre y su inquieta comparsa de animales atraviesan la avenida de la tarde; a lo lejos, se escuchan sus risas, los ladridos.

                              

LAS PATRONAS


Las patronas de las sirvientas son complicadas. Se disgustan por cualquier cosita. Piensan que a cada paso les roban, se burlan de ellas, las espían. No les gusta que las cosas cambien de lugar ni que las sirvientas metan gente a la casa. Odian que la muchacha utilice sus baños, sus jabones, sus peines, el refrigerador, los sillones, las sillas, el teléfono, las camas, el pasillo, la entrada, la salida, las llaves de la casa, al esposo y a los hijos adolescentes. Quisieran tener un ángel maravilloso por sirvienta. Los maridos de las patronas de las sirvientas son más complicados y les da lo mismo esposa, sirvienta, que ángel.

                                                            
                                                                               [Guillermo Samperio]

TABÚ


El ángel de la guarda le susurró a Fabián, por detrás del hombro.
¡Cuidado, Fabián! Está dispuesto que mueras en cuanto pronuncies la palabra zangolotino.
¿Zangolotino? - pregunta Fabián azorado. Y muere.

[Enrique Ánderson Imberi]

SER O NO SER


Nasrudín va por el camino con su carretilla y dos mulas. Fatigado por el viaje se detiene y se pone a dormir. Cuando despierta descubre que le faltan las mulas. Entonces reflexiona: “Si yo soy Nasrudín me han robado dos mulas. Pero si no soy Nasrudín, encontré una carretilla”.
                                     
{Sufismo}

UNA ANCIANA QUE CAE


Una anciana demasiado curiosa cayó desde una ventana y se rompió los huesos. Otra anciana se asomó a la ventana a mirar a la anciana caída, pero por exceso de curiosidad también cayó y se rompió los huesos.
Después cayó una tercera anciana, luego la cuarta y la quinta. Cuando cayó la sexta anciana, me cansé de mirar y me fui a la feria, donde, según decían, a un ciego le habían regalado un paño tejido.

[Danill Harms]

EL VIOLINISTA Y EL VERDUGO


Cansado del cielo, Jacob abandonó su castillo y regresó a la tierra. A medianoche penetró en la recámara del sargento Ordax, lo despertó con un golpe de sombra y le dijo:
¿Ya no me recuerda?
No - le respondió el verdugo -. ¿Qué desea de mí?
Recuerde -dijo Jacob con vehemencia-, yo soy el hombre que usted asesinó en el conservatorio de música de Miraflores, en la noche de los coroneles.
No quiero hablar de cuestiones políticas.
Yo era músico, ¿sabe usted? En la noche de mi muerte, daba mi primer concierto. Me preparé durante treinta años para esa gran noche.
Lo que fue ya pasó -dijo el verdugo implacable-. El mundo no ha perdido nada sin su música. Fíjese: todo sigue en su mismo lugar. ¿Por qué se lamenta?
Por mi violín. Usted lo guarda debajo de su cama. Quisiera volver a tocarlo.
Puede tocarlo si quiere. Pero después saldrá inmediatamente de aquí. Tengo que madrugar.
Jacob tomó el violín, lo acarició con amor y el mundo se llenó de música.
Al principio, el verdugo escuchó aquel concierto con mirada cejijunta, pero más tarde, su rostro se transformó. Luego se levantó de su camastro y se aproximó a la ventana. A través de las rejas de hierro contempló la luna de octubre, y entonces comenzó a silbar una balada feliz, que le evocaba los caballos y las mariposas de su niñez.
Cuando Jacob dejó de tocar el violín, el verdugo le dijo:
Su música es bella, muy bella, y saludable. Ahora usted debe irse. Ya ha cumplido su deseo. No es bueno que dos sombras hablen en la oscuridad.
Jacob se marchó al cielo con una tremenda nostalgia por los hombres y por su violín.
Un año después, el sargento Ordax, discretamente, concluyó su primer curso de música en el conservatorio de Miraflores, y desde entonces eligió el violín como el instrumento de su destino.

[Fernando Ayala Poveda] 

CENSURA


Una niña escribe el secreto Nombre de Dios en un papel. El papel se enciende. La niña se incendia. El Señor trabaja de maneras misteriosas.

[Esteban Ibarra]

NO ES SENCILLO


No recuerdo haberte invitado a mi fiesta de cumpleaños y menos con autorización para presentarte de forma tan violenta. No tenías derecho. Pensé que todo había quedado claro entre nosotros hace un año, cuando firmé mi rendición sin capitulaciones sobre ti. Tengo ante mí doce latas vacías de Heineken y pienso llegar a las quince. O a las veinte. Tomaré las necesarias para olvidarte y alguna más para amortiguar el dolor.

No puedo reprocharte nada. En realidad, tú has cumplido estrictamente el acuerdo de no volver a verme; soy yo quien no deja de imaginarte.

[Teresa Hernández]

RATERO RENEGADO


Robin robaba rebaños, reliquias, ropajes... Raudo, rehuía retenes.

Régulo, rey rechoncho, rabioso reclamó respeto.

Robín ,reacio, replicaba:“¡Requerimos reelecciones, reyes rectos..!

¡Referén-dum! ¡Referén-dum!”

Régulo, racista represor, refunfuñaba: “¡Ratero ramplón, ríndete rufián!”

—“¿Rendirme? ¡Renuncia, regente rastrero!”

Régulo redobló regimientos, reduplicó rondines.

—¡Rastréenlo! ¡Recibirán recompensa!

Robin reunió rateros, rancheros reprimidos, reunificó rebeldes, repartió revólveres, rifles rudimentarios.

—¡Reténganlos! —reclamó

Régulo. Rabiosa rebelión, riesgosa revolución. Robín replegó regimientos rivales, restituyó reinos.

Ricos rumbosos, recluidos respingaron rencorosos.

Régulo retobó (rodeado): “¡Rateros rascuaches! ¡Regresaré, réprobos!”

Robin reinó. Repentinamente, racionó recursos, reprimió rancheros, recapturó rateros. Robín resultó ruin.

Reprobándolo, resurgieron rateros raudos, recalcitrantes regicidas.

[Marcos Rodríguez Leija]

BICÉFALO


El hombre de dos cabezas podía besarme en ambas mejillas a la vez. Me escuchaba el doble, conversaba el doble. Resolvía acertijos en la mitad de tiempo y, a la hora del sueño, soñaba sueños paralelos. Una vez me confesó su gran dolor. Para una persona común, que porta una única cabeza sobre el cuello, es difícil de comprender. Pero, pensándolo, es bien cierto: adonde fuera que iba no conseguía sentirse solo. Por más que una de las cabezas callara y cerrara los ojos fingiendo ausencia, la otra pensaba sus pensamientos.

[Isabel Ali]

LLAMADO A LA SOLIDARIDAD


Doña Prudencia prepara bolsones, bolsas y bolsitas. Alista minuciosa los paquetes con alimentos no perecederos y ropa casi nueva. La donación ya está dispuesta. Entonces, como todos los meses, reza. Pide que alguna catástrofe asole la próxima localidad donde pueda hacer gala de su incondicional devoción al prójimo.

[Débora Benacot]

EL FRANCOTIRADOR Y EL OTRO


La noche es oscura. El francotirador espera. El otro no aguanta más y prende un cigarrillo.

[Osvaldo Atilio Pagano]

HISTRIÓN


Le escuchan las risas que sobrevuelan el patio de butacas. Arriba, en el escenario, el ventrílocuo conversa con su muñeco. La mano puesta en el cuello es suficiente para darle un movimiento aparentemente real. Los niños ríen al oírle hablar, los adultos lo hacen también al compartir los chistes que ironizan sobre la sociedad. El espectáculo termina y los aplausos estallan al unísono, ¡qué bueno es!, exclaman algunos. Cuando los artistas llegan a casa, el muñeco dobla por la cintura al ventrílocuo y lo guarda con cuidado en su caja, hasta la próxima función.

[Maite García de Vicuña]

ENCUENTRO


La feria del libro fue el escenario perfecto para conocerse.
Él, un apasionado de historia antigua.
Ella, una encantadora y tímida muchacha, atraída por la gastronomía.
En los solitarios estands, él devoraba los gordos tomos.
Ella se engolosinaba con las ilustraciones de tortas y postres.
Tácitamente, a las doce de la noche, se encontraban en el estand de literatura erótica.
Apasionados hacían el amor sobre los libros de Kamasutra.
Él sereno descubrió y apresó a los culpables del destrozo.
Dos pequeñas ratas, cultas y enamoradas.

[Teresita Bovio Dussin]

Yo no quería matarla.


Para Karini Apodaca



El problema no es si me atrevía, el problema es que la maté porque matar a sangre fría se sirve en caliente, sin pensarlo, sin recapacitar. Lo hice porque me sentía agraviado, el caso es que yo la quería muerta ya, ahora mismo; tal vez sentí cierta incomodidad por sus pasos insistentes sobre mi y sus palabras que me taladraban el cerebro. Me molestaba que intentara entrar en mi cabeza como un ladrón que entra por la ventana; sí, sólo palabras, y cada vez con más ímpetu y contundencia su voz trataba de entrar por una ligera ranura de mis oídos sordos; yo no quería matarla, pero con asombro sentí cómo algunas palabras, las más estridentes, lograban colarse poco a poco torturándome hasta alcanzarme los pies.


[Rodolfo Yohai]