EL ADÚLTERO DESORIENTADO






JUAN JOSÉ
MILLAS





        El adúltero estaba desnudando a su amante cuando vio que ésta llevaba un juego de ropa interior idéntico a uno de su mujer, así que se le quitaron las ganas y se sentó en el borde de la cama.
        —¿Qué pasa? —dijo ella.
        —No sé, me ha dado un mareo. Espera un momento a ver.
        —Eso es porque no comes más que bocadillos.
        Al final perdieron la tarde hablando de la gente de la oficina, como solían hacer cuando el deseo no funcionaba, mientras ella repasaba los botones de una blusa que se acababa de comprar en la tienda de abajo. En un momento dado, él se asomó a la ventana y vio una calle estrecha, con los coches subidos a la acera. En una terraza de la fachada de enfrente había un tendedero con pañales.
Le pareció muy raro no saber dónde se encontraba.
        —¿Dónde estamos? —preguntó.
        —Pues ahora no sé si la calle se llama Matilde Diez o Matilde Diez, depende de dónde pongas el acento. Ahí mismo, un poco más arriba, a la izquierda, está López de Hoyos.
        —¿Y de quién es el piso?
—De una hermana de Pilar López, la de contabilidad, que es azafata y se pasa la vida fuera.
        Hasta ahora, ella siempre había logrado encontrar a alguien que les prestara una casa. Se negaba a hacerlo en apartamentos alquilados o en hoteles, porque lo asociaba a alguna forma de prostitución. Gracias a ello, él había visto el rostro de algunos barrios que de otro modo jamás habría llegado a conocer. Le parecía extraño, no obstante, saber que vivía en una ciudad que nunca recorrería del todo; era algo así como vivir dentro de un cuerpo en el que siempre habría alguna zona por explorar.
        Un día, tomó una salida de la M-30 al azar y anduvo merodeando por una calle que le recordaba la de su infancia, en el Parque de las Avenidas. Entró en una panadería y compró un bollo, del que luego se desprendió, sólo por ver el rostro de la dependienta sabiendo que sus miradas no volverían a cruzarse. Al día siguiente, vio en la televisión que se había cometido un crimen justo en el portal de al lado, y salía la panadera diciendo que la tarde anterior había estado merodeando por los alrededores un hombre cuya descripción, a grandes rasgos, coincidía con él.
        Otra vez, hacía mucho tiempo, estaba observando a su hijo en el baño, cuando el niño de súbito se descubrió los genitales con espanto. A lo mejor, había zonas del cuerpo que jamás llegábamos a conocer, no ya el páncreas o los riñones, sino geografías más superficiales que quizá estaban al alcance de la mano.
        En esto, vio brillar algo en el suelo, bajo la mesa de televisor. Se agachó para recogerlo y resultó ser una foto tamaño carnet de un sujeto de unos 35 años, con muchas entradas. Miraba al objetivo con una tenacidad absurda, como si la máquina le debiera algo. Tuvo un sentimiento familiar muy desagradable y dijo guardándose la foto en el bolsillo:
        —No quiero que volvamos al piso de nadie. Me da la impresión de invadir un espacio íntimo.
        —Pues yo a un hotel, en plan puta, no voy —respondió ella cortando el hilo sobrante con los dientes, en un gesto que le había fascinado, de niño, en su madre. El mundo era unas veces sofocante, por estrecho, y otras veces confuso, por ancho.
        Esa noche, sacó la fotografía del bolsillo de la chaqueta y la guardó en el cajón de la mesilla de noche como quien mezclara azarosamente las distintas partes de la realidad, igual que cuando se barajan los naipes. Luego se metió en la cama y desde allí vio con disimulo cómo se desnudaba su mujer, que llevaba el conjunto de ropa interior idéntico al que esa tarde le había visto a su amante. Entonces, sin poder reprimirse, rompió a llorar.
        —No me encuentro bien —dijo frente a la mirada de extrañeza de su esposa.
        —Si es que no comes más que bocadillos —respondió ella.