EL BÍGAMO






JUAN JOSÉ
MILLAS





        En mi barrio había un bígamo. Lo supe por un compañero que un día, al salir del colegio, señalando a un individuo, consumido, con barba de dos días, dijo:
        —Ese hombre es bígamo.
        Supuse que la bigamia sería una variante de la tisis, pero cuando le pregunté a mi madre respondió con sequedad: «Un bígamo es un sinvergüenza.»
        Intuí, pues, que se trataba de algo relacionado con el sexo e hice mis averiguaciones hasta concluir que se trataba de alguien que estaba casado dos veces de forma simultánea. Empecé a observarle al salir del colegio, incluso le seguí en un par de ocasiones para ver si lo sorprendía con sus dos familias a la vez, pero el hombre no hizo nada que delatara aquella condición que tanto prestigio le había dado ante mis ojos.
        —Tiene que disimular. ¿No ves que vive muy cerca de la comisaría? —me aclaró el compañero por el que había accedido a este secreto fabuloso.
        Comprendí que la bigamia estaba perseguida y quedé fascinado por la naturalidad con la que aquel hombre se hacía cargo de dos vidas ilícitas sin que la una interfiriera en la otra. Una de las ventajas de vivir en un sitio tan grande como Madrid, pensé, era esta posibilidad de llevar varias existencias paralelas, en diferentes barrios, siendo en una de ellas carpintero, y en otra dependiente de comercio, por citar dos cosas a las que uno podía aspirar entonces si era muy ambicioso. Para alguien que no se había aventurado nunca más allá de los límites del barrio, la bigamia constituía, pues, un horizonte cultural liberador. El adúltero, desde aquella perspectiva, no era más que un bígamo venido a menos. Un inútil.
        Lo malo es que un domingo por la tarde iba yo dando patadas a las piedras por la calle de Luis Cabrera, cuando me crucé con el bígamo, su señora y su hija, una niña de nueve años tan consumida como su padre, que presentaba un párpado partido. El bígamo llevaba una chaqueta de pana y una corbata desastrosa, con la que debería haberse ahorcado, mientras que su mujer vestía un chaquetón de piel de conejo lleno de calvas irregularmente repartidas a lo largo y ancho de la prenda. Estaban tan rotos como las aceras del barrio y las farolas de mi calle. La sola idea de que el pobre hombre llevara una vida semejante en otro barrio idéntico, con una hija igual de consumida y una mujer así, me llenó de piedad. Si hay algo peor que un domingo por la tarde, son dos domingos por la tarde. No quería ni pensar en la gente que estuviera casada tres veces o cuatro en lugar de dos. Cuatro domingos, cuatro, paseando con una señora con abrigo de piel de conejo y una hija con rostro de funeral. ¡Qué espanto! De repente, todo el prestigio de la bigamia se me vino abajo con la consiguiente pérdida de sentido existencial, pues durante mucho tiempo había aliviado mi desesperación con el consuelo de que de mayor me casaría dos veces de forma simultánea arrostrando todos los peligros legales que aquella condición comportaba. Se lo dije a mi amigo.
        —La bigamia es horrible. ¿Te imaginas esta vida nuestra multiplicada por dos?
        Me respondió que los bígamos tenían una vida buena y otra mala. Según eso, nuestro hombre sería completamente feliz en su segundo matrimonio, dado que su esposa y su hija serían bellísimas y no tendrían caries en los dientes.
        —¿Y qué hacen los domingos?
        —Por la mañana toman el vermut y por la tarde van el cine.
        Durante muchos domingos, me aventuré por los barrios cercanos al mío en busca de versiones felices de nuestro bígamo, o de otro bígamo cualquiera, pero no di con ellas. Tampoco la bigamia, pues, era una salida, ni siquiera una salida sexual, para aquellas vidas sin horizonte. Al poco, murió el bígamo y circuló el rumor de que se había presentado en el entierro una mujer bellísima, tocada con un sombrero negro de ala ancha, de la que muchos dijeron que era su viuda alternativa. Pero yo no me lo creí, y la vida, luego, me ha dado la razón.