NO ME IRÉ SIN TI




Rafael Pérez Gay












Estábamos felices adquiriendo diversos artículos en un almacén de reconocido prestigio. La magnífica organización familiar descubrió este modo de hacer las compras: tú la fruta y la verdura; yo, abarrotes, blancos y salchichonería. No era lo que se llama una propuesta democrática, pero la acepté como se aceptan las cosas que se vuelven costumbre y uno acaba queriéndolas por el simple hecho de que ocurren siempre.

“Yo la fruta y la verdura”, repetí mentalmente, y me encaminé por un pasillo de galletas, panes, harinas y otros productos ricos en calorías, hacia los anaqueles del fondo. En los supermercados de los que hablo, la fruta y la verdura siempre están al fondo. Caminé inexplicablemente feliz, como si me hubieran premiado o hubiera ganado una cantidad interesante de dinero en la última semana. Esto es la vida, pensé, lo demás son trampas de los sueños que caducan, turbias diversiones de la voluntad.

Elegir el jitomate bola puede parecer a simple vista una operación no sólo sencilla sino humillante. Es todo lo contrario, muy complicada y, además, fortalece el espíritu. Se sabe: si el jitomate se consumirá en breve, su textura puede ser blanda, pero si se piensa en el almacenamiento, el jitomate debe estar duro para que el tiempo lo madure y apruebe la buena ejecución de, digamos, una ensalada.

Estaba en esto y otras cosas, como la lechuga romana, la zanahoria, el pepino, la sabiduría que implica diferenciar el cilantro del perejil —uno tiene raíz, el otro no— cuando se oyó por el sonido local del almacén de reconocido prestigio una voz femenina llamando a la corrección de un precio, de un olvido involuntario:


—Abarrotes y servicios, favor de pasar a la caja siete. Junto a mí, una mujer examinaba un melón, le daba golpecitos con los dedos como si alguien viviera adentro. Se oyó de nuevo la voz:


—Abarrotes y servicios, favor de pasar a la caja siete. La misma mujer metía en una bolsa de plástico una cantidad de limones suficiente para darle limonada a sesenta personas sedientas. El sonido local reproducía los acordes orquestales de una canción de los Beatles: Across the Universe. Se interrumpió la música y se oyó la voz de la mujer:


—Abarrotes y servicios, favor de pasar a la caja siete. Estaba a punto de decirle a mi compañera de frutas y verduras que los empleados de abarrotes se caracterizan por su impuntualidad, cuando la voz regresó, pero ahora áspera, cercana a la agresión:


—Abarrotes y servicios, favor de pasar a la caja siete. No te escondas entre la muchedumbre—dijo la mujer—. Sé que estás allí. Siempre supe que no tenías vergüenza. Vienes hasta aquí con tu mujer y tus mentiras como si no hubiera pasado nada entre nosotros. ¿Qué nueva mentira traes contigo?

Un silencio de eternidad como quería Baudelaire invadió el almacén de reconocido prestigio. La señora del melón volteó al techo como si quisiera encontrar en él la cara dolida de la mujer que hablaba inopinadamente por el sonido local. Pero yo supe, por mi conocimiento de los almacenes de reconocido prestigio, que la voz venía del departamento de devoluciones, ni más ni menos. Un hombre que como yo compraba la verdura se pasó una mano por la frente. No pudo disimular el miedo, la tensión dominó su mano derecha y despanzurró un jitomate —que yo había desechado— y que estaba listo para ser partido en rodajas.

El silencio se convirtió en desconcierto y éste en con fusión. Una mujer dejó caer al piso la pasta Anti-Sarro con Fluoristat, los jabones Antibacterianos y un paquete de Panty Shields para una perfecta higiene femenina. Por alguna razón que tiene que ver con la solidaridad, le dije al hombre que había triturado el jitomate:


—Un útil instrumento de persuasión, ¿no le parece?


—señalé las bocinas del sonido local y vi su mano derecha enrojecida y húmeda.


—Y pensar que te quise como a nadie —se oyó la voz, ahora con dos puntos más de volumen—. Que pasé años de mi vida en la sombra del secreto, que me alejé de todos. Cómo pude ser tan ciega. “Somos descaradamente felices”, me dijiste una de las últimas noches que pasamos juntos hasta el amanecer lluvioso de un día de mayo. Eso fue lo que dijiste, ¿te olvidaste ya? Durante toda esa noche en que bebimos nuestro vino y nuestro sudor y nos quedamos dormidos, cansados de ser uno solo, convencidos de que aquello no era un sueño sino el momento más feliz de nuestras vidas, ¿te olvidaste ya? ¿Por eso regresas con tu mujer como si nada hubiera ocurrido entre nosotros?


Todos suspendieron sus necesidades compradoras, atentos a la voz. Un hombre rompió el pasmo:


—Me perdonan, pero un amor así debe ser una esclavitud espantosa.

Era un hombre de abrigo gris, con lentes y una mira da perdida en el abismo y no frente al refrigerador de cervezas heladas. Supe de inmediato que se trataba de un profesor de filosofía de la Universidad de Berkeley que pasaba sus vacaciones en la ciudad de México. Las circunstancias me obligaron a responderle esto:


—Eso lo dice Schopenhauer. Me va a perdonar, pero Schopenhauer tiene más contradicciones que semillas esta sandía —alcé una sandia verde y madura para enseñársela.


—Piénselo, amigo —me dijo el profesor—. Un amor así es una esclavitud.

Por detrás de nosotros se acercó una mujer hermosa, de unos treinta y tres años recién cumplidos, vestida paran hacer el mercado: jeans deslavados, blusa de flores, zapatos bajos. Era muy bella y dijo:


—El asunto es si esta pobre mujer fue engañada o no. Por lo que dice creo que él mintió más de una vez. A cambio de las mentiras, él recibió certezas diarias, cariño; actos de amor, más que palabras hermosas.
Una corriente eléctrica que emergió de una de mis zonas erróneas sacó una chispa que no pude controlar:


—Dios mío —le dije—, parece usted candidata a diputada por el sexto distrito. ¿Cómo puede usted deducir todo eso? ¿Quién es usted, Aristóteles disfrazado de ama de casa joven y bella? ¿No se le ocurre pensar que las cosas fueron de un modo más complicado, menos simple? Además —le dije—, le aclaro que no es tan fácil distinguir la verdad de la mentira.


—No me gusta lo que me dice —dijo la mujer.


—Lo siento mucho —le contesté.


—Lo siente mucho, pero usted da a entender que la verdad y la mentira son la misma cosa. Una mentira siempre es una mentira.

Creo que el profesor de filosofía dijo en voz muy baja, mientras ponía en su carrito un paquete de cervezas:


—Allí sí, la joven señora se equivoca.


— ¿No se le ocurre pensar —le dije— que él estaba muy enfermo y tuvo que irse para evitarle mayor dolor?


El filósofo me miró con su mirada de abismo y tuvo conmigo un detalle schopenhaueriano invaluable: me señaló el carrito con las adquisiciones de la mujer joven y bella y, en él, un paquete de toallas femeninas. Entonces me dijo:


—En estos días el debate civilizado es imposible. Nada qué hacer.
Como lo último que dije no me pareció lógicamente sólido, abandoné el lugar del jitomate y los limones. El filósofo y yo alcanzamos a oír que ella nos dijo:


—Son ustedes unos machistas detestables.
Otra vez el sonido que se emitía desde el departamento de devoluciones:


—De pronto un día, te lo confieso, me descubrí apenada de estar sin ti. Lloraba por las noches y el sol traía la certeza de que ya no estabas conmigo, que ya no te esperaba a las siete, a las ocho, a las nueve, en una es pera en la que se mezclaban el placer, la ansiedad y la rabia. Ya no llegarás otra vez a mi casa y no te esperaré. No volveré a oírte decir “Tuve un día del demonio”, ni te quitarás el saco y te aflojarás la corbata diciendo que aquel lugar, mi casa, era un refugio, una de esas cosas por las cuales la vida merece la pena vivirse. Sé muy bien, querido, que no volverás a llorar en mi almohada recordando a tu padre, ya no harás memorias de tu infancia en el campo de futbol mientras fumas el noveno cigarro de la noche, del amor, del sexo. A cambio, yo no te contaré la primera vez que hice el amor con un hombre tan mayor que pudo ser mi padre. No voy a contarte nunca más de la noche en que besé a una amiga en la boca para saber qué se sentía y, tampoco, repetiré frente a ti el simple mecanismo de pararme al baño después del amor ni, por cierto, tú volverás a gritarme desde el cuarto: “ ayudo?” Y no irás nunca más a ese baño después de habemos querido hasta el llanto, húmedo de mí, y yo no diré: “Me lo cuidas”. Nada de esto volverá a ocurrir entre nosotros. Deja que yo no sea nada para ti. Cambiaré de nombre si es necesario, cambiaré de manera de ser y dejaré de usar el vestido azul que tanto te gustaba, me cambiaré de casa para borrar los rastros, no quiero seguir en el mismo lugar en donde fue verdad tanta mentira.

La voz del sonido local se interrumpió de golpe. El profesor de filosofia dijo:


—Esto empieza a ser verdaderamente desagradable. Compro mis servitoallas y me voy. Ahora bien —me dijo siguiéndome con su carrito repleto de mercancía—, vea usted: si Walter Benjamin hubiera conocido estos grandes almacenes habría cambiado el tema de su gran proyecto inacabado, Los pasajes habrían sido Los almacenes: en ellos ocurre todo lo que compete al ser humano. ¿Ya lo había pensado usted? Los grandes almacenes de autoservicio son el enigma por excelencia de la modernidad.