MI AMIGO EL GORDO



Estaba muerto y ya no había nada más que hacer.



        Cuando a mi amigo el Gordo lo quisieron sacar de su casa porque estaba muerto y apestaba, vieron que no cabía por la puerta. Entonces todos en el edificio se enojaron mucho y se rieron por última vez de él.
        Anduvieron un rato moviéndolo hasta que se dieron cuenta que ya no podían, y es que el olor era bien insoportable. Al fin escogieron desvestirlo y embarrarlo con manteca para ver si así podía salir. Pero la manteca no alcanzó más abajo de la cintura, y lo malo fue que la tienda ya había cerrado y yo empezaba a tener hambre.
        Luego quisieron tumbar la puerta y abrir un hoyo grandotote para arrastrar al Gordo fuera de ahí, porque de ninguna manera podían cargar nada que no fueran sus piernas. Y es que ya se habían embarrado hasta las narices y nadie sabía qué hacer. Después de que todos se cansaron se les ocurrió llamar a la ambulancia. Pero cuando los enfermeros llegaron, sólo midieron a mi amigo mientras apretaban sus máscaras y se le quedaban mirando rascándose la cabeza.
        Ya todos habíamos hecho un círculo alrededor para seguir pensando, cuando un niño que andaba corriendo con los zapatos del Gordo se resbaló con la manteca. Pero la señora del ocho dijo que no, que ésa no era manteca, y varios niños se rieron mientras el otro se fue llorando.
        Entonces trajeron agua para limpiar la caca y mientras echaban cubetas lo resbalaban por el piso. Se pusieron a limpiarlo con escobas y mucho detergente y lo llenaron de espuma, haciéndole bigotes y barbas. Fue así como se me ocurrió la idea de rebanarlo, que no les pareció tan mala.
        Primero intentamos con un cuchillo para filetes y unas tijeras de pollo que trajo la maestra loca del tres, pero la espuma y la manteca hacían que resbalaran y su filo apenas le pellizcaba. Después se perdió el serrucho, y como ya no encontraron otra cosa decidieron mejor dejarlo ahí y esperar a que los de la ambulancia trajeran refuerzos.
        Pero ésos no volvieron, aunque yo ya lo sabía, porque el reloj de cadena que tenía el Gordo se fue con ellos. Entonces, todos comenzaron a ver sus cosas y diciendo que se las habían prestado fueron llevándose la comida, los muebles de la sala y el refrigerador. Distendieron su cama sucia, miraron adentro de los cajones, vaciaron su alacena, y hasta los niños podían llevarse lo que quisieran siempre que pidieran permiso y no fuera nada de valor, como la silla de ruedas que se fueron empujando.
        Al Gordo primero lo fueron haciendo a un lado de la puerta con los pies, que entraban y salían cargando como hormigas, y luego todas las manos lo empujaron, echándose porras para que pudieran pasar las cajas que faltaban. Poco a poco el Gordo se fue quedando sin sus cosas, porque ya casi nada tenía, y ya era hora de cenar con nuevas recetas y terminar las peleas de los niños, que querían llevarse los focos y los platos para tronarlos en la pared.
        Ya casi todos se iban, cuando alguien amarraba unos costales y se me ocurrió envolver al Gordo con ellos, porque si bañado no olía tan feo, su panza de globo ya  se estaba desinflando. Y a todos les pareció muy buena idea, así que lo cubrimos con la cal que llevaban adentro hasta dejarlo ahí echado en la sala vacía, blanco, blanco; como un oso polar.
        Entonces se llevaron el último foco y cargaron a los chiquitos más dormidos, porque afuera estaba muy oscuro y ya era tarde. Los últimos en salir taparon las ventanas para que ya nadie entrara ni saliera, pasaron llave y todos lo dejamos ahí; porque estaba muy gordo, hacía mucho rato que estaba muerto y ya no había nada más que hacer.