EL ADÚLTERO DESORIENTADO






JUAN JOSÉ
MILLAS





        El adúltero estaba desnudando a su amante cuando vio que ésta llevaba un juego de ropa interior idéntico a uno de su mujer, así que se le quitaron las ganas y se sentó en el borde de la cama.
        —¿Qué pasa? —dijo ella.
        —No sé, me ha dado un mareo. Espera un momento a ver.
        —Eso es porque no comes más que bocadillos.
        Al final perdieron la tarde hablando de la gente de la oficina, como solían hacer cuando el deseo no funcionaba, mientras ella repasaba los botones de una blusa que se acababa de comprar en la tienda de abajo. En un momento dado, él se asomó a la ventana y vio una calle estrecha, con los coches subidos a la acera. En una terraza de la fachada de enfrente había un tendedero con pañales.
Le pareció muy raro no saber dónde se encontraba.
        —¿Dónde estamos? —preguntó.
        —Pues ahora no sé si la calle se llama Matilde Diez o Matilde Diez, depende de dónde pongas el acento. Ahí mismo, un poco más arriba, a la izquierda, está López de Hoyos.
        —¿Y de quién es el piso?
—De una hermana de Pilar López, la de contabilidad, que es azafata y se pasa la vida fuera.
        Hasta ahora, ella siempre había logrado encontrar a alguien que les prestara una casa. Se negaba a hacerlo en apartamentos alquilados o en hoteles, porque lo asociaba a alguna forma de prostitución. Gracias a ello, él había visto el rostro de algunos barrios que de otro modo jamás habría llegado a conocer. Le parecía extraño, no obstante, saber que vivía en una ciudad que nunca recorrería del todo; era algo así como vivir dentro de un cuerpo en el que siempre habría alguna zona por explorar.
        Un día, tomó una salida de la M-30 al azar y anduvo merodeando por una calle que le recordaba la de su infancia, en el Parque de las Avenidas. Entró en una panadería y compró un bollo, del que luego se desprendió, sólo por ver el rostro de la dependienta sabiendo que sus miradas no volverían a cruzarse. Al día siguiente, vio en la televisión que se había cometido un crimen justo en el portal de al lado, y salía la panadera diciendo que la tarde anterior había estado merodeando por los alrededores un hombre cuya descripción, a grandes rasgos, coincidía con él.
        Otra vez, hacía mucho tiempo, estaba observando a su hijo en el baño, cuando el niño de súbito se descubrió los genitales con espanto. A lo mejor, había zonas del cuerpo que jamás llegábamos a conocer, no ya el páncreas o los riñones, sino geografías más superficiales que quizá estaban al alcance de la mano.
        En esto, vio brillar algo en el suelo, bajo la mesa de televisor. Se agachó para recogerlo y resultó ser una foto tamaño carnet de un sujeto de unos 35 años, con muchas entradas. Miraba al objetivo con una tenacidad absurda, como si la máquina le debiera algo. Tuvo un sentimiento familiar muy desagradable y dijo guardándose la foto en el bolsillo:
        —No quiero que volvamos al piso de nadie. Me da la impresión de invadir un espacio íntimo.
        —Pues yo a un hotel, en plan puta, no voy —respondió ella cortando el hilo sobrante con los dientes, en un gesto que le había fascinado, de niño, en su madre. El mundo era unas veces sofocante, por estrecho, y otras veces confuso, por ancho.
        Esa noche, sacó la fotografía del bolsillo de la chaqueta y la guardó en el cajón de la mesilla de noche como quien mezclara azarosamente las distintas partes de la realidad, igual que cuando se barajan los naipes. Luego se metió en la cama y desde allí vio con disimulo cómo se desnudaba su mujer, que llevaba el conjunto de ropa interior idéntico al que esa tarde le había visto a su amante. Entonces, sin poder reprimirse, rompió a llorar.
        —No me encuentro bien —dijo frente a la mirada de extrañeza de su esposa.
        —Si es que no comes más que bocadillos —respondió ella.

EL BÍGAMO






JUAN JOSÉ
MILLAS





        En mi barrio había un bígamo. Lo supe por un compañero que un día, al salir del colegio, señalando a un individuo, consumido, con barba de dos días, dijo:
        —Ese hombre es bígamo.
        Supuse que la bigamia sería una variante de la tisis, pero cuando le pregunté a mi madre respondió con sequedad: «Un bígamo es un sinvergüenza.»
        Intuí, pues, que se trataba de algo relacionado con el sexo e hice mis averiguaciones hasta concluir que se trataba de alguien que estaba casado dos veces de forma simultánea. Empecé a observarle al salir del colegio, incluso le seguí en un par de ocasiones para ver si lo sorprendía con sus dos familias a la vez, pero el hombre no hizo nada que delatara aquella condición que tanto prestigio le había dado ante mis ojos.
        —Tiene que disimular. ¿No ves que vive muy cerca de la comisaría? —me aclaró el compañero por el que había accedido a este secreto fabuloso.
        Comprendí que la bigamia estaba perseguida y quedé fascinado por la naturalidad con la que aquel hombre se hacía cargo de dos vidas ilícitas sin que la una interfiriera en la otra. Una de las ventajas de vivir en un sitio tan grande como Madrid, pensé, era esta posibilidad de llevar varias existencias paralelas, en diferentes barrios, siendo en una de ellas carpintero, y en otra dependiente de comercio, por citar dos cosas a las que uno podía aspirar entonces si era muy ambicioso. Para alguien que no se había aventurado nunca más allá de los límites del barrio, la bigamia constituía, pues, un horizonte cultural liberador. El adúltero, desde aquella perspectiva, no era más que un bígamo venido a menos. Un inútil.
        Lo malo es que un domingo por la tarde iba yo dando patadas a las piedras por la calle de Luis Cabrera, cuando me crucé con el bígamo, su señora y su hija, una niña de nueve años tan consumida como su padre, que presentaba un párpado partido. El bígamo llevaba una chaqueta de pana y una corbata desastrosa, con la que debería haberse ahorcado, mientras que su mujer vestía un chaquetón de piel de conejo lleno de calvas irregularmente repartidas a lo largo y ancho de la prenda. Estaban tan rotos como las aceras del barrio y las farolas de mi calle. La sola idea de que el pobre hombre llevara una vida semejante en otro barrio idéntico, con una hija igual de consumida y una mujer así, me llenó de piedad. Si hay algo peor que un domingo por la tarde, son dos domingos por la tarde. No quería ni pensar en la gente que estuviera casada tres veces o cuatro en lugar de dos. Cuatro domingos, cuatro, paseando con una señora con abrigo de piel de conejo y una hija con rostro de funeral. ¡Qué espanto! De repente, todo el prestigio de la bigamia se me vino abajo con la consiguiente pérdida de sentido existencial, pues durante mucho tiempo había aliviado mi desesperación con el consuelo de que de mayor me casaría dos veces de forma simultánea arrostrando todos los peligros legales que aquella condición comportaba. Se lo dije a mi amigo.
        —La bigamia es horrible. ¿Te imaginas esta vida nuestra multiplicada por dos?
        Me respondió que los bígamos tenían una vida buena y otra mala. Según eso, nuestro hombre sería completamente feliz en su segundo matrimonio, dado que su esposa y su hija serían bellísimas y no tendrían caries en los dientes.
        —¿Y qué hacen los domingos?
        —Por la mañana toman el vermut y por la tarde van el cine.
        Durante muchos domingos, me aventuré por los barrios cercanos al mío en busca de versiones felices de nuestro bígamo, o de otro bígamo cualquiera, pero no di con ellas. Tampoco la bigamia, pues, era una salida, ni siquiera una salida sexual, para aquellas vidas sin horizonte. Al poco, murió el bígamo y circuló el rumor de que se había presentado en el entierro una mujer bellísima, tocada con un sombrero negro de ala ancha, de la que muchos dijeron que era su viuda alternativa. Pero yo no me lo creí, y la vida, luego, me ha dado la razón.

ROPA INTERIOR





JUAN JOSÉ
MILLAS







        Desde la terraza de un segundo piso, en una calle más bien desolada, un niño agitaba en el aire una prenda blanca al tiempo que gritaba a los transeúntes:
        —¡Las bragas de mi madre! ¡Las bragas de mi madre!
        La gente pasaba de largo, casi sin mirar, como atacada por un sentimiento de pudor, o quizá con miedo de que aquella escenificación correspondiera a una estafa sin catalogar. Aquel hombre, en cambio, se detuvo atraído por la visión de la prenda íntima, aunque temeroso de que el niño se asomara más de la cuenta y cayera al vacío. Pasaron unos minutos sin que la situación progresara, de manera que cuando estaba a punto de abandonar la vigilancia, el pequeño soltó las bragas y el hombre se apresuró a esperarlas con el temor absurdo de que tocaran el suelo. Descendían como un copo de espuma, mecidas por un viento sin dirección precisa que le obligó a correr de un lado a otro de la acera llamando la atención de los escasos transeúntes. Finalmente se depositaron sobre sus dedos produciendo en todo su cuerpo un estremecimiento, si no nuevo, al menos muy antiguo.
        Entonces se abrió la puerta de la terraza y apareció detrás del niño una diosa de unos 35 años, con el pelo mojado, envuelta en una bata de baño. La diosa miró al niño, observó al hombre, e hizo enseguida un gesto de comprender lo que había ocurrido. Así que gritó:
        —¿Le importaría subírmelas? Las estaba buscando.
        El hombre entró con la respiración cortada en el portal y subió los escalones de dos en dos preguntándose en qué puerta tendría que llamar. Pero cuando alcanzó el segundo piso, ya había una abierta de la que salió la voz de ella.
        —Pase, por favor.
        Entró en un espacio doméstico, donde flotaban los vapores de un guiso casero, y alargó el brazo para entregarle las bragas a la mujer. Al pasar de una mano a otra, los dedos de ambos se rozaron y el cuerpo de él fue recorrido por una descarga de deseo. «Algo va a sucederme —pensó—, quizá algo malo, porque no puede suceder una cosa tan buena sin el contrapeso de un castigo.»
        La mujer sólo llevaba sujeta la bata de baño por la cintura. Dijo:
        —Gracias. Estaba buscándolas desde hace media hora. ¿Quiere una copa?
        Respondió que sí aun a sabiendas de que ella metería en el whisky una pastilla de Rohipnol y que después le daría el beso del sueño, pero no le importaba dormirse si al despertar podía recordarlo. Ella se perdió unos instantes en la oscuridad del pasillo para ponerse las bragas y cuando regresó al salón el hombre continuaba despierto, incluso más despierto que nunca.
        —No se lo va a creer —dijo la mujer con una sonrisa en la frontera de la carcajada—, ahora no encuentro el sujetador.
        En ese instante el hombre comprendió que ella, a pesar de su aspecto, no era una diosa; que el whisky era un whisky sin beso; que el niño cuya sombra se agitaba en la terraza no era ningún señuelo. «No va a sucederme nada», se dijo con un desaliento infinito, y fue un instante parecido a aquel otro, ya lejano, en el que al comprender que Dios no existía la realidad adquirió una pesadez como de domingo por la tarde de la que esta mujer, aun a costa de engañarle, podría haberle redimido.
        Entonces se ofreció a buscar el sujetador.
        —Quizá también lo haya tirado el niño por el balcón.
        —Se lo agradecería tanto —dijo ella.
        El hombre bajó los escalones de uno en uno y al alcanzar la calle vio el breve sujetador de finísimo encaje arrebujado como un pájaro muerto al pie de un árbol. Lo tomó con delicadeza entre sus manos y tras lanzar una mirada fugaz al balcón, ahora vacío, se lo metió en el bolsillo de la chaqueta y continuó andando calle abajo. No era un fetichista, pero aquel día necesitaba creer en algo, y ya que no encontraba motivos para creer en otra cosa, pensó que durante algún tiempo podría colocar su fe en la ropa interior.

EL SECADOR Y LA LIGA








JUAN JOSÉ
MILLAS





        El adúltero compró para su mujer un secador del pelo y para su amante una liga roja, pero debido a una confusión inexplicable puso en el árbol de Navidad de cada una el regalo de la otra. La esposa, que hacía footing y jugaba al tenis creyó que la liga era una de esas cintas que usan los deportistas para recoger el sudor de la frente, y la estrenó ese mismo día por la tarde, cuando salió a correr. La amante, en cambio, acostumbrada a que le llevara instrumentos de uso venéreo adquiridos en los sex shops y en las ferreterías, tomó el secador por un nuevo artilugio para sus juegos amatorios, así que le ordenó desnudarse y, tras conectar el aparato a la corriente, dirigió el chorro de aire a las partes sensibles del adúltero, que gimió como si se excitara, aunque sus alaridos no fueran acompañados de las manifestaciones mecánicas habituales en la zona inguinal. Desanimada, cambió el aire caliente por el frío, y aunque él se retorció intentando componer un gesto de lascivia, ella advirtió que la cosa no funcionaba.
        —No finjas —dijo—. Me revienta que trates de engañarme.
        —No, si me gusta mucho, te lo juro. ¿Quieres que te lo haga yo a ti?
        —Ni se te ocurra.
        La tarde acabó mal, y el adúltero se vistió con tristeza y fue Serrano abajo observando con nostalgia los adornos navideños de las calles y los excesos luminosos de los escaparates. Recordaba el escándalo que le producía en sus primeros tiempos de casado el comportamiento sexual de algunos compañeros de trabajo. Él había caído en los mismos vicios que criticaba, pero ya empezaba a cansarse de aquella doble vida que en los últimos tiempos había dado lugar a otras confusiones, como el día en que llamó por el nombre de su amante a su mujer. Estaban en la cocina, preparando la cena para acostarse pronto, pues ella quería participar al día siguiente en una maratón, cuando el adúltero le dijo:
        —Mira, Luz, esta patata tiene bichos.
        —¿Pero por qué me llamas Luz?
        —Porque eres la luz de mi vida, ¿no?
        Ella sabía perfectamente que no era la luz de su vida, ni de su muerte, que no era ninguna luz, en fin, pero prefirió callarse para no perturbar la paz conyugal. También a su amante la llamaba a veces con el nombre de su mujer.
        —Oye, tú, que no soy una esposa —le decía ella—: llevo luchando toda mi vida por no ser una esposa, ni siquiera la tuya.
        Luego, cuando la relación clandestina se institucionalizó, el adúltero comenzó a dejarse en el cuarto de baño de la amante la crema para las hemorroides, creciendo su desorganización mental a medida que pasaban los años. Había días en que estaba esperando ver entrar a su mujer por la puerta con su chándal y sus zapatillas de deporte, cuando aparecía la amante, con el sombrero de alas y el body transparente que había devenido en un objeto costumbrista, incapaz de estimularle. Ahora, para excitarse, tenía que pensar en su mujer volviendo sudorosa de practicar el footing o el tenis. Fingía que hacía el amor con la amante, pero en su cabeza tenía a la esposa perversa. Toda esa confusión había culminado con el cambio de la liga y el secador. ¿Qué hacer?
        Esa noche su mujer salió a correr con la liga roja en la cabeza y él se quedó solo en casa, presa de una agitación sexual incontrolable. Más tarde intentó abordarla en la cocina, y detrás de la puerta del dormitorio, pero ella sólo vivía ya para el deporte y se las arregló para esquivarle.
        —Nunca follamos —dijo él en la cama.
        —¿Y para qué quieres follar?
        —No sé, por hacer algo.
        —Pues haz flexiones, que bien que las necesitas.
        El adúltero se levantó e hizo unas flexiones, pero algo dentro de él le decía que no era lo mismo que lo otro. Al día siguiente, cuando su amante le golpeaba con el secador en la cabeza para ver si de este modo se excitaba, sufrió un derrame cerebral.
        —¿Dónde estoy? —preguntó en un momento de consciencia.
        Ella le dijo que en el hogar y fingió que era su mujer para ayudarle a bien morir.
        —Qué lío de vida —dijo él y se entregó con gusto a la agonía.

DISPERSIÓN CORPORAL







JUAN JOSÉ
MILLAS





        Un cojo que vivía en mi barrio se enteró de que era hijo adoptivo el mismo día en que le revelaron que había perdido la pierna derecha en el accidente de automóvil en el que perecieron sus padres. De la noche a la mañana cambió de carácter y se entregó a la averiguación de sus orígenes y del lugar donde había sido enterrada la extremidad inferior de la que carecía y cuya ausencia había atribuido hasta el momento a una particularidad genética.
        Sus pesquisas le condujeron a Alemania, donde, según contó a la vuelta, con los amigos dispuestos alrededor de la mesa del café en el que habíamos consumido la juventud, halló la tumba de sus progenitores, que habían emigrado a Colonia en busca de trabajo siendo él todavía un bebé.
        —La pierna, sin embargo —añadió con un gesto entre ufano y sombrío—, continuaba viva.
        Por lo visto, siempre según su versión, él mismo había sido dado por muerto en los primeros instantes del siniestro, así que los médicos, tras las consultas oportunas, decidieron trasplantar a una niña alemana la pierna que le había sido seccionada limpiamente por un trozo de la carrocería del coche. De este modo, su extremidad había continuado creciendo saludablemente en otro territorio ajeno a su propio organis-mo, mientras los cuerpos de sus padres sufrían el proceso de descomposición común al resto de los seres difuntos.
        Se hizo un silencio que remediamos prendiéndonos mutuamente cigarrillos y golpeando las tazas de café contra sus platos, hasta que alguien preguntó si había logrado averiguar la identidad de la persona portadora de su pierna.
        —Más que eso —dijo—, la he conocido. Se trata de una mujer de nuestra edad, estupenda por cierto en todos los sentidos, que trabaja en la cámara de Comercio hispanoalemana.
        —¿Hablaba castellano entonces?
        —Como tú y como yo. Cuando sus padres le dijeron que tenía dos piernas gracias a la generosidad de un bebé español que había sido dado por muerto en un accidente de automóvil, decidió estudiar nuestra lengua en signo de gratitud a aquella familia que le había librado de una minusvalía cierta.
        Encendimos más cigarrillos, pedimos unas copas de coñac y continuamos escuchando, atónitos, la historia.
        —Quizá debido a este remoto suceso, la mujer había desarrollado una debilidad sexual por los cojos que me ayudó a conquistarla sin problemas, aunque en ningún momento, desde luego, desvelé mi identidad, lo que podría haberle producido un sentimiento de culpa insoportable. Todas las averiguaciones se hicieron a través de una agencia de detectives que garantizó una discreción absoluta en el asunto.
        El caso, por ir al grano, es que nuestro amigo se había metido en la cama con ella, es decir, con su propia pierna, a la que había acariciado y besado con pasión desde la ingle hasta el tobillo llegando a conocer un delirio venéreo cuya intensidad no había experimentado antes con nadie.
        Creo que fue en ese instante cuando me di cuenta de que la historia era falsa desde el muslo hasta la punta de los pies, aunque no dije nada pensando que podría tratarse de una fantasía erótica ligada a aquella clase de discapacitación locomotora. Lo importante, que es lo que quería señalar desde el principio, es que gracias al cojo de mi barrio comprendí a una edad razonable que la tumba de los padres se encuentra en todas partes dónde vas, incluso aunque no hayan muerto, y que viajar servía para dar con ellos y también para encontrar pedazos de uno mismo en los lugares más insospechados del espacio.
        Y eso es lo que le debo a aquel chico: el haber aprendido antes que otros que todos somos adoptivos y que vivimos hechos polvo, con los pedazos de nuestro cuerpo repartidos por el universo. Aunque jamás hayamos salido del barrio. Ni siquiera del café de la esquina.

MISANTROPÍA






JUAN JOSÉ
MILLAS




        En la calle Cartagena, a la altura de Zabaleta, vivía, cuando éramos pequeños, un tipo raro. Los domingos, al ir a misa, nos cruzábamos con él y mi madre censuraba su indumentaria, su barba, su manera de andar, todo, en fin, hasta que mi padre daba el asunto por cerrado con una afirmación misteriosa.
        —Es un misántropo.
        En las publicaciones a las que temamos acceso en aquella época venían muchos anuncios de cursos por correspondencia. Yo quería hacer uno de radio porque me parecía emocionante andar tocando todo el día los amperios con la punta del destornillador, no sé, decían que era una cosa con futuro. Así que el porvenir adquirió en seguida la forma de un cuarto de estar con un rincón iluminado por un flexo, donde me pasaba las noches y los días montando y desmontando la realidad con la paciencia de un relojero, mientras mi mujer facturaba los trabajos de reparación y los niños crecían sin catarros. Y como con la cabeza iba muy deprisa, a veces me veía cruzándome con un vecino del barrio que decía a sus hijos:
        —Mirad, es técnico de radio.
        Pero desde que oí a mi padre que el tipo aquel de los domingos era misántropo, ya sólo quise ser eso, misántropo, no me preguntéis por qué. Ahora, con la perspectiva que da el tiempo, creo que se refería a él con un tono escondido de admiración. Los niños tienen una habilidad especial para captar los deseos ocultos de los mayores. A lo mejor, he pensado muchas veces después, mi padre quiso ser misántropo y no le fue posible por las penurias de la época. De hecho, tenía fama de ayudar a todos los vecinos y nos educó para amar al prójimo como a nosotros mismos, etcétera. Pero yo creo que admiraba en secreto al misántropo de la calle Cartagena, al que se le permitía no ir a misa ni saludar a la gente a causa de su condición.
        Durante algún tiempo, estuve buscando en las publicaciones habituales un curso por correspondencia de misantropía, pero no vi nada, y lo peor es que descuidé mucho la afición a los amperios, con los que podría haberme ganado la vida y el respeto de mi familia mejor que con el trabajo del banco. Pero es que desde que escuché aquella palabra, misántropo, de labios de mi padre, cualquier otra cosa de las que entonces se podía ser me parecía poco. Siempre he pecado de un exceso de ambición. Así que cuando más tarde me enteré por casualidad, o por el diccionario, de que la misantropía consistía en odiar a los hombres, me asombré de no haberme dado cuenta antes de que ésa era mi verdadera vocación. Entonces, en lugar de imaginarme yendo a misa con un traje de domingo, me veía atravesando la calle con barba de tres días, los zapatos abiertos por la punta, y una chaqueta dada de sí, mientras los vecinos, al cruzarse conmigo, decían a sus hijos, que eran como los míos en la versión de técnico de radio:
        —Mirad, es un misántropo.
        Las pretensiones de la juventud no tienen límites, pero la vida nos va obligando a rebajar los planteamientos iniciales, así que luego no odié a mis semejantes tanto como me habría gustado. Además, es muy difícil llegar a vivir exclusivamente del rencor, así que me puse a trabajar en un banco, con horario de mañana, para tener toda la tarde para odiar, pero en seguida me casé, vinieron las horas extraordinarias, los hijos, todo eso, en fin, que le impide concentrarse a uno en sus aficiones, y había temporadas en que me pasaba meses sin odiar. A veces, incluso, cuando alguien de mi negociado se casaba o se moría, colaboraba a hacerle un regalo o a comprar la corona de flores. Una vez, entregué todo el sueldo del mes a una chica que tenía que abortar en Londres. Pensé que lo hacía por odio al nasciturus, o sea, por misantropía, pero en el fondo sé que lo hice porque estaba enamorado de ella, aunque luego ni siquiera me dio las gracias y se casó con el que la había dejado embarazada. Total, que ni técnico de radio ni misántropo. No suelo quejarme, no conduce a nada, pero a veces, cuando paso cerca de esa esquina de Cartagena con Zabaleta, siento una devastación enorme, que creo que es la misma que atacaba a mi padre cuando nos llevaba a misa.

LA ESCAYOLA







JUAN JOSÉ
MILLAS





        En una ocasión me hice un esguince y el profesor de gimnasia me miró con gesto de desprecio.
        —Te has hecho un esguince. Que te pongan un poco de pomada.
Lo que tenía mérito era romperse un hueso. Los esguinces eran una cosa de maricas: nos moríamos por las fracturas, y por las escayolas. Cuando se empezó a hablar de los grafitti tuve la misma sensación que cuando se pusieron de moda los cómics: que yo ya había estado allí. En la escayola de Gutiérrez, que se había roto la pierna por tres sitios, alguien pintó unos genitales del tamaño del muslo. Su padre le dio tal paliza que hubo que escayolarle el brazo izquierdo, donde dibujamos más de lo mismo. Le ganó la batalla a su padre, pero él se convirtió en un caso perdido. Ahora está en la cárcel. Por hombre.
        Yo, en cambio, no me rompí nunca ningún hueso, y bien que me esforcé. Como no me gustaba el fútbol, procuraba caerme de la bicicleta en posturas difíciles, pero mi esqueleto era de goma. Hubo un tiempo en que estuve obsesionado con la posibilidad de carecer de tejido óseo. La idea de ser un invertebrado me ponía los pelos de punta, y no me atrevía a confesarle a nadie mis temores, pero sudaba tinta china en las revisiones médicas por miedo a ser descubierto. Final mente, mi hermano mayor me preguntó un día por qué sufría tanto y se lo dije a punto de llorar.
        —Creo que soy un invertebrado.
        —A ver, desnúdate.
        Me quité la ropa y me fue contando las costillas al tiempo que me las mostraba a través del espejo del cuarto de baño.
        —Aquí está la columna vertebral, la tibia, el peroné... Además, si no tuvieras esqueleto, te vendrías abajo.
        —Entonces por qué nunca me he roto ningún hueso.
        —Porque eres un poco nenaza.
        En mi ambiente estaba peor visto ser nenaza que invertebrado. Pero yo me quedé más tranquilo, la verdad, aunque esa misma noche empecé a pensar en salidas profesionales acordes con mi carácter. Nos pasábamos el día pensando en el fu turo, que es una característica de los que carecen de presente.
        —Voy a ser ginecólogo —le dije a mi madre el día en que me hice el esguince y fui diagnosticado de nenaza.
        Mi madre me miró con extrañeza y luego me dio un tortazo al tiempo que decía:
        —Y ahora mismo te vas a confesar.
        Cuando me acusé de querer ser ginecólogo, el cura no sabía qué decir. Finalmente me puso dos padrenuestros de penitencia, de donde deduje que se trataba de un pecado venial. Más tarde se lo conté a mi hermano, que me dijo:
        —Si es que eres una nenaza; no sirves ni para romperte huesos ni para hacer pecados mortales. Dedícate a las letras.
        Le hice caso y ahora me va mejor que a él. Pero nunca me he sentido completo. Creo que me falta una escayola.

LA VIUDA INCOMPETENTE







JUAN JOSÉ
MILLAS




        La viuda incompetente compró un lote que incluía un pato pequeño, 24 uvas y dos velas, para hacer creer a la cajera del supermercado, o quizá a sí misma, que esa noche, la del 31 de diciembre, cenaría acompañada. Pero cuando llegó a su casa y desenvolvió el paquete, el pequeño animal le pareció un cadáver. Así que lo contempló con aprensión durante unos minutos, intentando comprender los misterios minerales de la carne mientras le daba la vuelta con un tenedor, y lo arrojó a la basura envuelto en papel de aluminio. Luego, al tiempo que en la calle sonaban los primeros petardos del día, recorrió la casa colocando las manos sobre los objetos del que había sido su marido, tan odiado en vida.
        Después de comer, se sentó en el sofá del salón y se quedó dormida hasta las siete con la radio puesta. Al despertar hablaban de la dermatosis y de lo dramático que era para los que padecían este mal no poder llevar trajes oscuros, tan apropiados por cierto para despedir el año, debido a que las escamas de la piel se notaban demasiado sobre los hombros. Sintió un desasosiego excesivo, un sofoco que la llevó al balcón. En la calle se percibía el nerviosismo característico de las horas que precedían a la medianoche. La viuda incompetente recordó cuánto había detestado a su marido, cómo había deseado su muerte hacía ahora un año, mientras contaban entre los dos las uvas para la cena de Año Viejo, y se echó a llorar. Nada fue en su vida como había soñado: ni la primera comunión, ni la universidad, ni el matrimonio, ni, en los actuales momentos, la viudez.
        «Soy viuda», se dijo, intentando encontrar en la palabra el sabor excitante que tenía antes de que su esposo falleciera. Pero ahora ese mismo término tenía un gusto rancio, igual que un embutido caducado. Por un instante se percibió a sí misma como un féretro en cuyo interior, a su pesar, reposaba él. «Cuando me hagan la autopsia —pensó—, lo encontrarán dentro de mí, vestido con aquel traje oscuro sobre el que tanto se le notaba la dermatosis y los brazos cruzados sobre el pecho.» ¿Dónde estaba el atractivo sexual de las viudas del que tanto hablaban los sexólogos? Cerró el balcón y recordando que su marido solía llamar al diccionario la nevera del vocabulario, porque en él se mantenían frescas las palabras, fue a buscar viuda y leyó: «Planta herbácea, bienal, de las dipsáceas, con flores en ramos axilares, de color morado que tira a negro.»
        Cerró el libro con violencia, arronjándolo sobre el espejo del aparador, que no llegó a romperse. A través de los tabiques se colaba el bullicio de las casas vecinas mezclado con el ruido de las cuberterías de alpaca y las vajillas de porcelana removidas de sus armarios para la cena familiar. La viuda incompetente decidió en un ataque de rabia no resignarse a su condición de dipsácea con flores moradas o negras en las axilas. Así que fue a la cocina, rescató del cubo de la basura el cadáver del pato, lo desenvolvió de su mortaja de aluminio y lo introdujo en el horno de cuerpo presente. Cuando la piel del animal adquirió un color más o menos tostado, lo colocó sobre la mesa del salón y encendió dos velas. Había pensado comérselos entero y tragarse después las 24 uvas, para transmitir (a quién) la impresión de que en aquella casa habían cenado realmente dos personas. Pero al regresar de la cocina con la botella de vino y contemplar sobre el mantel los restos mortales del animal alumbrados por la llama lúgubre de las velas, comprendió que en lugar de una cena de Año Viejo le había salido una capilla ardiente.
        Fue entonces cuando se dio cuenta de que por más que cuidara su ropa interior sería el resto de su vida una viuda desastrosa, incompetente, nada parecida a las que describían los libros de autoayuda. Pero en ese instante advirtió también que el odio profesado a su marido había sido una forma de amor que sólo ahora era capaz de reconocer. Entonces, cogió las uvas, se fue al tanatorio de la M-30, donde llegó al filo de las doce, entró al azar en una de las capillas y recibió el nuevo año con los muertos.
        Al amanecer del día 1 regresó al hogar, se metió en la cama y sintió unos instantes de felicidad al saber por una vez en su existencia de qué lado de la vida estaba.

Persecuta








Mario Benedetti.







        Como en tantas y tantas de sus pesadillas, empezó a huír, despavorido. Las botas de sus perseguidores sonaban y resonaban sobre las hojas secas. Las omnipotentes zancadas se acercaban a un ritmo enloquecido y enloquecedor.


        Hasta no hace mucho, siempre que entraba en una pesadilla, su salvación había consistido en despertar, pero a esta altura los perseguidores habían aprendido esa estratagema y ya no se dejaban sorprender.


        Sin embargo esta vez volvió a sorpenderlos. Precisamente en el instante en que los sabuesos creyeron que iba a despertar, él, sencillamente, soñó que se dormía.

La noche de los feos








Mario Benedetti.






1

        Ambos somos feos. Ni siquiera vulgarmente feos. Ella tiene un pómulo hundido. Desde los ocho años, cuando le hicieron la operación. Mi asquerosa marca junto a la boca viene de una quemadura feroz, ocurrida a comienzos de mi adolescencia.

        Tampoco puede decirse que tengamos ojos tiernos, esa suerte de faros de justificación por los que a veces los horribles consiguen arrimarse a la belleza. No, de ningún modo. Tanto los de ella como los míos son ojos de resentimiento, que sólo reflejan la poca o ninguna resignación con que enfrentamos nuestro infortunio. Quizá eso nos haya unido. Tal vez unido no sea la palabra más apropiada. Me refiero al odio implacable que cada uno de nosotros siente por su propio rostro.

        Nos conocimos a la entrada del cine, haciendo cola para ver en la pantalla a dos hermosos cualesquiera. Allí fue donde por primera vez nos examinamos sin simpatía pero con oscura solidaridad; allí fue donde registramos, ya desde la primera ojeada, nuestras respectivas soledades. En la cola todos estaban de a dos, pero además eran auténticas parejas: esposos, novios, amantes, abuelitos, vaya uno a saber. Todos -de la mano o del brazo- tenían a alguien. Sólo ella y yo teníamos las manos sueltas y crispadas.

        Nos miramos las respectivas fealdades con detenimiento, con insolencia, sin curiosidad. Recorrí la hendidura de su pómulo con la garantía de desparpajo que me otorgaba mi mejilla encogida. Ella no se sonrojó. Me gustó que fuera dura, que devolviera mi inspección con una ojeada minuciosa a la zona lisa, brillante, sin barba, de mi vieja quemadura.

        Por fin entramos. Nos sentamos en filas distintas, pero contiguas. Ella no podía mirarme, pero yo, aun en la penumbra, podía distinguir su nuca de pelos rubios, su oreja fresca bien formada. Era la oreja de su lado normal.

        Durante una hora y cuarenta minutos admiramos las respectivas bellezas del rudo héroe y la suave heroína. Por lo menos yo he sido siempre capaz de admirar lo lindo. Mi animadversión la reservo para mi rostro y a veces para Dios. También para el rostro de otros feos, de otros espantajos. Quizá debería sentir piedad, pero no puedo. La verdad es que son algo así como espejos. A veces me pregunto qué suerte habría corrido el mito si Narciso hubiera tenido un pómulo hundido, o el ácido le hubiera quemado la mejilla, o le faltara media nariz, o tuviera una costura en la frente.

        La esperé a la salida. Caminé unos metros junto a ella, y luego le hablé. Cuando se detuvo y me miró, tuve la impresión de que vacilaba. La invité a que charláramos un rato en un café o una confitería. De pronto aceptó.

        La confitería estaba llena, pero en ese momento se desocupó una mesa. A medida que pasábamos entre la gente, quedaban a nuestras espaldas las señas, los gestos de asombro. Mis antenas están particularmente adiestradas para captar esa curiosidad enfermiza, ese inconsciente sadismo de los que tienen un rostro corriente, milagrosamente simétrico. Pero esta vez ni siquiera era necesaria mi adiestrada intuición, ya que mis oídos alcanzaban para registrar murmullos, tosecitas, falsas carrasperas. Un rostro horrible y aislado tiene evidentemente su interés; pero dos fealdades juntas constituyen en sí mismas un espectáculos mayor, poco menos que coordinado; algo que se debe mirar en compañía, junto a uno (o una) de esos bien parecidos con quienes merece compartirse el mundo.

        Nos sentamos, pedimos dos helados, y ella tuvo coraje (eso también me gustó) para sacar del bolso su espejito y arreglarse el pelo. Su lindo pelo.

"¿Qué está pensando?", pregunté.

Ella guardó el espejo y sonrió. El pozo de la mejilla cambió de forma.

"Un lugar común", dijo. "Tal para cual".

        Hablamos largamente. A la hora y media hubo que pedir dos cafés para justificar la prolongada permanencia. De pronto me di cuenta de que tanto ella como yo estábamos hablando con una franqueza tan hiriente que amenazaba transpasar la sinceridad y convertirse en un casi equivalente de la hipocresía. Decidí tirarme a fondo.

"Usted se siente excluida del mundo, ¿verdad?"

"Sí", dijo, todavía mirándome.

"Usted admira a los hermosos, a los normales. Usted quisiera tener un rostro tan equilibrado como esa muchachita que está a su derecha, a pesar de que usted es inteligente, y ella, a juzgar por su risa, irremisiblemente estúpida."

"Sí."

Por primera vez no pudo sostener mi mirada.

"Yo también quisiera eso. Pero hay una posibilidad, ¿sabe?, de que usted y yo lleguemos a algo."

"¿Algo cómo qué?"

"Como querernos, caramba. O simplemente congeniar. Llámele como quiera, pero hay una posibilidad."

Ella frunció el ceño. No quería concebir esperanzas.

"Prométame no tomarme como un chiflado."

"Prometo."

"La posibilidad es meternos en la noche. En la noche íntegra. En lo oscuro total. ¿Me entiende?"

"No."

"¡Tiene que entenderme! Lo oscuro total. Donde usted no me vea, donde yo no la vea. Su cuerpo es lindo, ¿no lo sabía?"

Se sonrojó, y la hendidura de la mejilla se volvió súbitamente escarlata.

"Vivo solo, en un apartamento, y queda cerca."

        Levantó la cabeza y ahora sí me miró preguntándome, averiguando sobre mí, tratando desesperadamente de llegar a un diagnóstico.

"Vamos", dijo.

2

        No sólo apagué la luz sino que además corrí la doble cortina. A mi lado ella respiraba. Y no era una respiración afanosa. No quiso que la ayudara a desvestirse.

        Yo no veía nada, nada. Pero igual pude darme cuenta de que ahora estaba inmóvil, a la espera. Estiré cautelosamente una mano, hasta hallar su pecho. Mi tacto me transmitió una versión estimulante, poderosa. Así vi su vientre, su sexo. Sus manos también me vieron.

En ese instante comprendí que debía arrancarme (y arrancarla) de aquella mentira que yo mismo había fabricado. O intentado fabricar. Fue como un relámpago. No éramos eso. No éramos eso.

        Tuve que recurrir a todas mis reservas de coraje, pero lo hice. Mi mano ascendió lentamente hasta su rostro, encontró el surco de horror, y empezó una lenta, convincente y convencida caricia. En realidad mis dedos (al principio un poco tembloroso, luego progresivamente sereno) pasaron muchas veces sobre sus lágrimas.

        Entonces, cuando yo menos lo esperaba, su mano también llegó a mi cara, y pasó y repasó el costurón y el pellejo liso, esa isla sin barba de mi marca siniestra.

        Lloramos hasta el alba. Desgraciados, felices. Luego me levanté y descorrí la cortina doble.

El sexo de los ángeles







Mario Benedetti.







        Una de las más lamentables carencias de información que han padecido los hombres y mujeres de todas las épocas se relaciona con el sexo de los ángeles. El dato nunca confirmado de que los ángeles no hacen el amor, quizás signifique que no lo hacen de la misma manera que los mortales. Otra versión, tampoco confirmada, pero más verosímil sugiere que, si bien los ángeles no hacen el amor con sus cuerpos por la mera razón que carecen de erotismo lo celebran, en cambio, con palabras, vale decir, con las orejas. Así, cada vez que Ángel y Ángela se encuentran en el cruce de dos transparencias, empiezan por mirarse, seducirse y sentarse mediante el intercambio de miradas, que, por supuesto, son angelicales. Y si Angel para abrir el fuego dice "Semilla", Angela para atizarlo responde "Surco". El dice "Alud" y ella tiernamente "Abismo". Las palabras se cruzan vertiginosas como meteoritos o acariciantes como copos, Angel dice "Madero" y Angela "Caverna". Aletean por ahí un ángel de la guarda misógino y silente y un ángel de la muerte viudo y tenebroso. Pero el par amatorio no se interrumpe. Sigue silabeando su amor. El dice "Manantial" y ella " Cuenca". Las sílabas se impregnan de rocío y aquí y allá, entre cristales de nieve, circula en el aire, sus expectativas. Ángel dice "Estoqueo" y Ángela radiante, "Herida", el dice "Tañido" y ella dice "Relato". Y en el preciso instante del orgasmo intraterreno, los cirros y los cúmulos, los estratos y nimbos se estremecen, entremolan, estallan y el amor de los ángeles llueve copiosamente sobre el mundo.

Esa boca


  



Mario Benedetti.








        Su entusiasmo por el circo se venía arrastrando desde tiempo atrás. Dos meses, quizá. Pero cuando siete años son toda la vida y aún se ve el mundo de los mayores como una muchedumbre a través de un vidrio esmerilado, entonces dos meses representan un largo, insondable proceso. Sus hermanos mayores habían ido dos o tres veces e imitaban minuciosamente las graciosas desgracias de los payasos y las contorsiones y equilibrios de los forzudos. También los compañeros de la escuela lo habían visto y se reían con grandes aspavientos al recordar este golpe o aquella pirueta. Sólo que Carlos no sabía que eran exageraciones destinadas a él, a él que no iba al circo porque el padre entendía que era muy impresionable y podía conmoverse demasiado ante el riesgo inútil que corrían los trapecistas. Sin embargo, Carlos sentía algo parecido a un dolor en el pecho siempre que pensaba en los payasos. Cada día se le iba siendo más difícil soportar su curiosidad.
        Entonces preparó la frase y en el momento oportuno se la dijo al padre: “¿No habría forma de que yo pudiese ir alguna vez al circo?” A los siete años, toda frase larga resulta simpática y el padre se vio obligado primero a sonreír, luego a explicarse: “No quiero que veas a los trapecistas.” En cuanto oyó esto, Carlos se sintió verdaderamente a salvo, porque él no tenía interés en los trapecistas. “¿Y si me fuera cuando empieza ese número?” “Bueno”, contestó el padre, “así, sí”.
La madre compró dos entradas y lo llevó el sábado de noche. Apareció una mujer de malla roja que hacía equilibrio sobre un caballo blanco. Él esperaba a los payasos. Aplaudieron. Después salieron unos monos que andaban en bicicleta, pero él esperaba a los payasos. Otra vez aplaudieron y apareció un malabarista. Carlos miraba con los ojos muy abiertos, pero de pronto se encontró bostezando. Aplaudieron de nuevo y salieron —ahora sí— los payasos.
        Su interés llegó a la máxima tensión. Eran cuatro, dos de ellos enanos. Uno de los grandes hizo una cabriola, de aquellas que imitaba su hermano mayor. Un enano se le metió entre las piernas y el payaso grande le pegó sonoramente en el trasero. Casi todos los espectadores se reían y algunos muchachitos empezaban a festejar el chiste mímico antes aún de que el payaso emprendiera su gesto. Los dos enanos se trenzaron en la milésima versión de una pelea absurda, mientras el menos cómico de los otros dos los alentaba para que se pegasen. Entonces el segundo payaso grande, que era sin lugar a dudas el más cómico, se acercó a la baranda que limitaba la pista, y Carlos lo vio junto a él, tan cerca que pudo distinguir la boca cansada del hombre bajo la risa pintada y fija del payaso. Por un instante el pobre diablo vio aquella carita asombrada y le sonrió, de modo imperceptible, con sus labios verdaderos. Pero los otros tres habían concluido y el payaso más cómico se unió a los demás en los porrazos y saltos finales, y todos aplaudieron, aun la madre de Carlos.
Y como después venían los trapecistas, de acuerdo a lo convenidó la madre lo tomó de un brazo y salieron a la calle. Ahora sí había visto el circo, como sus hermanos y los compañeros del colegio. Sentía el pecho vacío y no le importaba qué iba a decir mañana. Serían las once de la noche, pero la madre sospechaba algo y lo introdujo en la zona de luz de una vidriera. Le pasó despacio, como si no lo creyera, una mano por los ojos, y después le preguntó si estaba llorando. Él no dijo nada. “¿Es por los trapecistas? ¿Tenías ganas de verlos?”
Ya era demasiado. A él no le interesaban los trapecistas. Sólo para destruir el malentendido, explicó que lloraba porque los payasos no le hacían reír.