{ LA TECLA }
Publicamos relatos reales; los que habitan en la imaginación y uno que otro que deambula por las calles de esta ciudad.
LA ORILLA DEL VIENTO
{JESÚS GARDEA}
—La muchacha larga; una vara —dije.
Nos hallábamos a la orilla del viento. Cobos no me oyó. Miraba al cielo. A las nubes; a las silenciosas, lejanas luces de los últimos relámpagos. Siempre le tuvo miedo a los truenos. Un resplandor final nos iluminó.
—Ya no hay peligro.
—No sé —dijo Cobos.
Apartó sus ojos del cielo, luego miró al piso, al polvo de sus zapatos.
—¿Qué es lo que usted no sabe, Cobos?
Cuando alzó la cara para contestarme, vi que tenía ceño. Me apuntó con él.
—¿Qué sea preferible, Gutiérrez: si morir quemado por el azufre de los truenos o por el del sol?
—Para el de los truenos ningún amparo se conoce. Los rayos, una vez que caen, son como las víboras.
Cobos se encogió de hombros. El ceño, brillante como el acero.
—¿Y para lo otro? —me preguntó.
Yo también me encogí de hombros.
—La defensa de los hechos —dije.
—El sol mete el azufre en el aire, Gutiérrez; en la luz que respiramos ¿No se ha dado usted cuenta?
El cielo se abrió encima del llano. Todo empezó a arder de nuevo. Entonces, nos retiramos de la puerta. Las moscas, en lo alto de las sillas, seguían como espantadas.
—Las nubecitas —dijo Cobos al sentarse— podan el sol. Le devuelven la juventud. Las putas.
Me reí sin verdadera risa. Nos quedamos mirándonos.
—¿Y la muchacha, Gutiérrez? —me preguntó Cobos, como si acabara yo de llegar.
—Larga.
Adiviné su pensamiento.
—¿Mucho, Gutiérrez?
Volví a mirar las moscas. Nos oían, pegadas a las puertas calientes del aire.
—No más que usted, Cobos.
—Respeta la vida las proporciones, Gutiérrez.
Cobos me dijo esto para disimular que estaba a la espera de los detalles esenciales. Hice silencio. Me puse a templarlo como a las cuerdas de una guitarra. Afuera, ya no había señales de nada, de la pasada amenaza de tormenta.
—Gutiérrez…
La palabra vibró en mi silencio, pulsado por la uña, por la voz del otro. Pero yo esperaba, para exhibir la flor de las visiones que había traído conmigo, que Cobos abandonara su tono sombrío. La flor necesitaba de la luz del corazón.
—Gutiérrez… —repitió Cobos, buscándome con una lucecita, en medio de sus soledades.
Estaba atinando. Lo miré.
—Las gracias por esperarme —le dije. Y luego, como al principio—: La muchacha, larga, como una vara…
—Gutiérrez, yo la rebaso…
—Una rama. Con brotes.
Sonrió Cobos. Se enderezaban mis palabras a la médula del asunto.
—¿Grandes, Gutiérrez?
Negué con la cabeza.
—Pichoncitos eran, pero de pico parado.
Cobos me enseñó una mano, la palma.
—Y soñé con ellos; que bajaban a comer aquí, Gutiérrez. Pero los sueños me duelen.
La mano del hombre estaba enormemente vacía. Un abismo. Me llamaba. Todos llevábamos, idénticas, las mismas desolaciones.
—Dios nos colma sólo si estamos despiertos —dije.
Cobos volvió a mirarse los zapatos.
43
—A mí no. He estado despierto la vida entera.
—Lo sé, Cobos.
—Rastrillando nada.
Había que callar. La visión de la muchacha se alimentaba de hierba, no de espinerío amargo.
—Hay que renacer. Siempre —dije, dispuesto a hundirme en mi silencio.
Pero el otro vio adonde enfilaba yo. Me salió al paso con un suspiro, con un breve quejido del alma.
—Gutiérrez. Tres semanas. Pensé que usted ya no vendría. Pensé en un fracaso.
—Tuve que caminar mundos.
—¿Dónde la encontró, Gutiérrez?
El fuego del llano comenzó a aplacarse. En el aire flotaba la ceniza de los mezquites, revuelta con las primeras sombras de la atardecida. Las moscas brillaban como joyas en el respaldo de las sillas. Me inquietaba su inmovilidad; sus negras orejas.
—¿Cómo le hace usted, Cobos, para mantenerlas así?
—¿Qué cosa, Gutiérrez?
—Las moscas.
El hombre me miró que parecía que acababa yo de perder la razón.
—Están muertas —me contestó—. Brillan sus momias porque les doy aceite para los muebles; por el calor.
Yo no estaba muy seguro de lo que Cobos me decía. La flor necesita luz pero también la absoluta ausencia de informantes. Vivíamos rodeados de ellos.
—A ver —le dije a Cobos.
Cobos, volviéndose hacia el respaldo de la silla, con la uña de una mano y como desconchando una pared, arrancó al hilo varias moscas. Que eran, efectivamente, cuerpos sin alma, lo vi luego; caían, bajaban al piso tan lejos como plumas.
—Cadáveres.
—De su lado, Gutiérrez, tiene usted el resto del panteón. Escarbe.
No me imaginaba yo removiendo el estiércol de huesitos.
—No hace falta, Cobos.
Se sopló la uña. Después, mirándome despacio, me dijo:
—Los que entienden de misterios, desconfían demasiado.
—El mundo nos oye, por orejas increíbles, Cobos.
Cobos suspiró. El cielo se había puesto rojo. Se calmaba el bochorno. La amenaza de lluvia era ya como un sueño del aire.
—¿Dónde, Gutiérrez?
—No conoce usted el lugar.
Con la mano señalé el horizonte.
—¿Lejos, Gutiérrez?
Los grillos cantaban en las brasas del incendio.
—Tres días y cuatro noches —respondí.
El hombre me miró con harto desconsuelo.
—Eso queda al comienzo del mundo —dijo—. Costará buen dinero llegar.
Recordé a la muchacha. Recordé nuestros tristes llanos. El reloj del cielo iba volviéndose del color del vino.
—Vale la pena —repliqué.
—No le digo lo contrario. Usted que la vio, ha de saberlo; pero yo no tengo los centavos para el viaje.
En estas soledades, a la gente se le rompían los muelles de un día para otro; de pronto, sin el menor aviso, como si les pulverizara un rayo el alma. Estaba desconociendo a Eufrasio Cobos. Ni sombra ya de su entusiasmo de hacía tres semanas; de la alegría de fiarse de mis conocimientos. Yo no ignoraba que vivíamos en lo más duro y sofocante del mundo; que aquí, los hombres, a la larga o a la corta, acababan siempre por quebrarse; pero yo, a Cobos, le guardaba un particular aprecio y no podía abandonarlo, dejarlo fuera de mi visión.
—Me tardé tanto tiempo —le dije—porque cada vez me resultaba más difícil.
—Nunca sabemos cómo vamos a amanecer, Gutiérrez. Con el vinagre del sol, nunca.
44
—Alrededor de nosotros, Cobos; y en los alrededores de este alrededor, no vi, no hallé nada que valiera la pena.
—Somos pobres, Gutiérrez. Fue usted a encontrarla muy lejos.
—La muchacha es un regalo, Cobos. De Dios. No es como esos arenales sin fin de la mujer de usted.
Cobos me miró fijamente. Él estaba de espaldas a la luz morosa del atardecer, al canto de los grillos. Dos puntitos se encendieron en la oscuridad de sus ojos.
—¿Cómo es, Gutiérrez?
Aspiré el aire del cuarto. Lo sentí en el pecho como una llamarada. Evoqué luego el agua y sus mundos. La flor que yo había descubierto para el amigo.
—Linda, Cobos.
—¿Cómo, Gutiérrez?
La voz de Cobos era una voz anónima. No lograba acercarla a la luz de los ojos.
—Tiene una trenza de trigo macizo —respondí—. La lleva delante. Le cruza por los montecitos como un río de oro. Y el río baja y va y se embebe en el ombligo. Pero no todo. Algo de sus aguas se derrama y alcanza los pinos rubios y la honda cañada. La muchacha conoce la lluvia; las humedades que salvan. La tarde en que la conocí, llovía sobre sus hombros. Pero había sol. Y viento fresco. Y sonaba el bosque.
—Usted también la ha soñado como yo, Gutiérrez.
—No. Lo que veo en el agua no son sueños. Es la verdad. La verdad. No lo iba yo a engañar, Cobos.
—Usted no, pero sí sus pesares.
Un trago de amargura me subió a la boca. Cobos estaba desgraciándose. Era casi como un fantasma. Escupí en la tierra del piso. Me miré las canillas, secas como tasajos.
—El agua me arrastra los pesares, Cobos. Soy el más limpio, el más cristalino de por aquí.
—Y yo le parezco ruin, Gutiérrez; una de esas vaquitas que se tumban para no levantarse más.
Los grillos pararon de cantar. A la luz, iba rodeándola, tiñéndola, la lenta noche del llano.
—Usted, había resistido —le dije a Cobos—. De todos, usted era el admirable. De sus tentativas, de sus afanes por la sombra y el agua nadie supo mejor que yo. Buscaba usted. Pero la trampa era tan ancha como el mundo. En secreto lo seguíamos mis poderes y yo.
—Me siguieron mal, Gutiérrez. Éramos dos; el de las esperanzas, uno; el otro, el que caminaba en círculos cada vez más cerrados, rumbo al centro de la sequía, el nudo de los arenales. Detrás del primero anduvo usted, Gutiérrez.
—Nunca fui bizco. Tampoco un despistado. Al que realmente cuenta, de esos dos, seguíamos. Pero Dios es quien manda. Dice cuándo. Marca el tiempo. Y el tiempo llegó. Hace tres semanas. Por eso vine a hablar con usted, y a ofrecerle mi ayuda.
Cobos se levantó de la silla. Volvió a la puerta. Estuvo mirando el llano y los hundidos restos del incendio en el crepúsculo.
—Es tarde, Gutiérrez, del nudo nadie regresa.
Miré de nuevo mis canillas, y luego mis brazos oscuros.
—Caminar mundos en busca de una salida, desgasta. Cobos. Atravesar soledades, tolvaneras de almas secas, voces y voces que nos desorientan…
Los grillos recomenzaron su canto, pero ya no tan agrio y metálico como antes; más coros se habían sumado a los primeros; por orden iban entrando al aire, izando su canción al cielo. La silueta del hombre parado en la puerta ardía en la tristeza.
—…Tres semanas trabajé para usted, Cobos.
—Es tarde. Es lejos. Es que ya morí en los arenales, Gutiérrez.
Cobos me decía esto cabeceando hacia los lados como en las calenturas.
—Venga conmigo —le dije.
—Es lejos.
—Dios esconde sus regalos en la distancia.
—Muy tarde.
—Dios no entiende de eso.
—Domitila Cuevas, Gutiérrez.
Me levanté. Fui hasta el hombre. La claridad azul del crepúsculo abarcaba el horizonte, el llano.
45
—Domitila Cuevas —murmuré, y luego, con voz un poco más alta—. Pero no sólo, ni para siempre.
El hombre se volvió a verme. Otra luz en los ojos que la del cielo turbio no tenía.
—Venga conmigo —insistí.
La esperanza estaba toda en mí. Como un mandato.
—Mañana, al amanecer. Nos iremos, Cobos, caminando.
Un grillo empezó a cantar en el cuarto. Entonces, el hombre me dijo:
—Domitila Cuevas mata también las moscas. Ayer, Gutiérrez, les pasó la sombra de la mano.
* * *
Referencia. Jesús Gardea «La orilla del viento». En De alba sombría. New Hampshire: Ediciones del Norte, 1985.
—La muchacha larga; una vara —dije.
Nos hallábamos a la orilla del viento. Cobos no me oyó. Miraba al cielo. A las nubes; a las silenciosas, lejanas luces de los últimos relámpagos. Siempre le tuvo miedo a los truenos. Un resplandor final nos iluminó.
—Ya no hay peligro.
—No sé —dijo Cobos.
Apartó sus ojos del cielo, luego miró al piso, al polvo de sus zapatos.
—¿Qué es lo que usted no sabe, Cobos?
Cuando alzó la cara para contestarme, vi que tenía ceño. Me apuntó con él.
—¿Qué sea preferible, Gutiérrez: si morir quemado por el azufre de los truenos o por el del sol?
—Para el de los truenos ningún amparo se conoce. Los rayos, una vez que caen, son como las víboras.
Cobos se encogió de hombros. El ceño, brillante como el acero.
—¿Y para lo otro? —me preguntó.
Yo también me encogí de hombros.
—La defensa de los hechos —dije.
—El sol mete el azufre en el aire, Gutiérrez; en la luz que respiramos ¿No se ha dado usted cuenta?
El cielo se abrió encima del llano. Todo empezó a arder de nuevo. Entonces, nos retiramos de la puerta. Las moscas, en lo alto de las sillas, seguían como espantadas.
—Las nubecitas —dijo Cobos al sentarse— podan el sol. Le devuelven la juventud. Las putas.
Me reí sin verdadera risa. Nos quedamos mirándonos.
—¿Y la muchacha, Gutiérrez? —me preguntó Cobos, como si acabara yo de llegar.
—Larga.
Adiviné su pensamiento.
—¿Mucho, Gutiérrez?
Volví a mirar las moscas. Nos oían, pegadas a las puertas calientes del aire.
—No más que usted, Cobos.
—Respeta la vida las proporciones, Gutiérrez.
Cobos me dijo esto para disimular que estaba a la espera de los detalles esenciales. Hice silencio. Me puse a templarlo como a las cuerdas de una guitarra. Afuera, ya no había señales de nada, de la pasada amenaza de tormenta.
—Gutiérrez…
La palabra vibró en mi silencio, pulsado por la uña, por la voz del otro. Pero yo esperaba, para exhibir la flor de las visiones que había traído conmigo, que Cobos abandonara su tono sombrío. La flor necesitaba de la luz del corazón.
—Gutiérrez… —repitió Cobos, buscándome con una lucecita, en medio de sus soledades.
Estaba atinando. Lo miré.
—Las gracias por esperarme —le dije. Y luego, como al principio—: La muchacha, larga, como una vara…
—Gutiérrez, yo la rebaso…
—Una rama. Con brotes.
Sonrió Cobos. Se enderezaban mis palabras a la médula del asunto.
—¿Grandes, Gutiérrez?
Negué con la cabeza.
—Pichoncitos eran, pero de pico parado.
Cobos me enseñó una mano, la palma.
—Y soñé con ellos; que bajaban a comer aquí, Gutiérrez. Pero los sueños me duelen.
La mano del hombre estaba enormemente vacía. Un abismo. Me llamaba. Todos llevábamos, idénticas, las mismas desolaciones.
—Dios nos colma sólo si estamos despiertos —dije.
Cobos volvió a mirarse los zapatos.
43
—A mí no. He estado despierto la vida entera.
—Lo sé, Cobos.
—Rastrillando nada.
Había que callar. La visión de la muchacha se alimentaba de hierba, no de espinerío amargo.
—Hay que renacer. Siempre —dije, dispuesto a hundirme en mi silencio.
Pero el otro vio adonde enfilaba yo. Me salió al paso con un suspiro, con un breve quejido del alma.
—Gutiérrez. Tres semanas. Pensé que usted ya no vendría. Pensé en un fracaso.
—Tuve que caminar mundos.
—¿Dónde la encontró, Gutiérrez?
El fuego del llano comenzó a aplacarse. En el aire flotaba la ceniza de los mezquites, revuelta con las primeras sombras de la atardecida. Las moscas brillaban como joyas en el respaldo de las sillas. Me inquietaba su inmovilidad; sus negras orejas.
—¿Cómo le hace usted, Cobos, para mantenerlas así?
—¿Qué cosa, Gutiérrez?
—Las moscas.
El hombre me miró que parecía que acababa yo de perder la razón.
—Están muertas —me contestó—. Brillan sus momias porque les doy aceite para los muebles; por el calor.
Yo no estaba muy seguro de lo que Cobos me decía. La flor necesita luz pero también la absoluta ausencia de informantes. Vivíamos rodeados de ellos.
—A ver —le dije a Cobos.
Cobos, volviéndose hacia el respaldo de la silla, con la uña de una mano y como desconchando una pared, arrancó al hilo varias moscas. Que eran, efectivamente, cuerpos sin alma, lo vi luego; caían, bajaban al piso tan lejos como plumas.
—Cadáveres.
—De su lado, Gutiérrez, tiene usted el resto del panteón. Escarbe.
No me imaginaba yo removiendo el estiércol de huesitos.
—No hace falta, Cobos.
Se sopló la uña. Después, mirándome despacio, me dijo:
—Los que entienden de misterios, desconfían demasiado.
—El mundo nos oye, por orejas increíbles, Cobos.
Cobos suspiró. El cielo se había puesto rojo. Se calmaba el bochorno. La amenaza de lluvia era ya como un sueño del aire.
—¿Dónde, Gutiérrez?
—No conoce usted el lugar.
Con la mano señalé el horizonte.
—¿Lejos, Gutiérrez?
Los grillos cantaban en las brasas del incendio.
—Tres días y cuatro noches —respondí.
El hombre me miró con harto desconsuelo.
—Eso queda al comienzo del mundo —dijo—. Costará buen dinero llegar.
Recordé a la muchacha. Recordé nuestros tristes llanos. El reloj del cielo iba volviéndose del color del vino.
—Vale la pena —repliqué.
—No le digo lo contrario. Usted que la vio, ha de saberlo; pero yo no tengo los centavos para el viaje.
En estas soledades, a la gente se le rompían los muelles de un día para otro; de pronto, sin el menor aviso, como si les pulverizara un rayo el alma. Estaba desconociendo a Eufrasio Cobos. Ni sombra ya de su entusiasmo de hacía tres semanas; de la alegría de fiarse de mis conocimientos. Yo no ignoraba que vivíamos en lo más duro y sofocante del mundo; que aquí, los hombres, a la larga o a la corta, acababan siempre por quebrarse; pero yo, a Cobos, le guardaba un particular aprecio y no podía abandonarlo, dejarlo fuera de mi visión.
—Me tardé tanto tiempo —le dije—porque cada vez me resultaba más difícil.
—Nunca sabemos cómo vamos a amanecer, Gutiérrez. Con el vinagre del sol, nunca.
44
—Alrededor de nosotros, Cobos; y en los alrededores de este alrededor, no vi, no hallé nada que valiera la pena.
—Somos pobres, Gutiérrez. Fue usted a encontrarla muy lejos.
—La muchacha es un regalo, Cobos. De Dios. No es como esos arenales sin fin de la mujer de usted.
Cobos me miró fijamente. Él estaba de espaldas a la luz morosa del atardecer, al canto de los grillos. Dos puntitos se encendieron en la oscuridad de sus ojos.
—¿Cómo es, Gutiérrez?
Aspiré el aire del cuarto. Lo sentí en el pecho como una llamarada. Evoqué luego el agua y sus mundos. La flor que yo había descubierto para el amigo.
—Linda, Cobos.
—¿Cómo, Gutiérrez?
La voz de Cobos era una voz anónima. No lograba acercarla a la luz de los ojos.
—Tiene una trenza de trigo macizo —respondí—. La lleva delante. Le cruza por los montecitos como un río de oro. Y el río baja y va y se embebe en el ombligo. Pero no todo. Algo de sus aguas se derrama y alcanza los pinos rubios y la honda cañada. La muchacha conoce la lluvia; las humedades que salvan. La tarde en que la conocí, llovía sobre sus hombros. Pero había sol. Y viento fresco. Y sonaba el bosque.
—Usted también la ha soñado como yo, Gutiérrez.
—No. Lo que veo en el agua no son sueños. Es la verdad. La verdad. No lo iba yo a engañar, Cobos.
—Usted no, pero sí sus pesares.
Un trago de amargura me subió a la boca. Cobos estaba desgraciándose. Era casi como un fantasma. Escupí en la tierra del piso. Me miré las canillas, secas como tasajos.
—El agua me arrastra los pesares, Cobos. Soy el más limpio, el más cristalino de por aquí.
—Y yo le parezco ruin, Gutiérrez; una de esas vaquitas que se tumban para no levantarse más.
Los grillos pararon de cantar. A la luz, iba rodeándola, tiñéndola, la lenta noche del llano.
—Usted, había resistido —le dije a Cobos—. De todos, usted era el admirable. De sus tentativas, de sus afanes por la sombra y el agua nadie supo mejor que yo. Buscaba usted. Pero la trampa era tan ancha como el mundo. En secreto lo seguíamos mis poderes y yo.
—Me siguieron mal, Gutiérrez. Éramos dos; el de las esperanzas, uno; el otro, el que caminaba en círculos cada vez más cerrados, rumbo al centro de la sequía, el nudo de los arenales. Detrás del primero anduvo usted, Gutiérrez.
—Nunca fui bizco. Tampoco un despistado. Al que realmente cuenta, de esos dos, seguíamos. Pero Dios es quien manda. Dice cuándo. Marca el tiempo. Y el tiempo llegó. Hace tres semanas. Por eso vine a hablar con usted, y a ofrecerle mi ayuda.
Cobos se levantó de la silla. Volvió a la puerta. Estuvo mirando el llano y los hundidos restos del incendio en el crepúsculo.
—Es tarde, Gutiérrez, del nudo nadie regresa.
Miré de nuevo mis canillas, y luego mis brazos oscuros.
—Caminar mundos en busca de una salida, desgasta. Cobos. Atravesar soledades, tolvaneras de almas secas, voces y voces que nos desorientan…
Los grillos recomenzaron su canto, pero ya no tan agrio y metálico como antes; más coros se habían sumado a los primeros; por orden iban entrando al aire, izando su canción al cielo. La silueta del hombre parado en la puerta ardía en la tristeza.
—…Tres semanas trabajé para usted, Cobos.
—Es tarde. Es lejos. Es que ya morí en los arenales, Gutiérrez.
Cobos me decía esto cabeceando hacia los lados como en las calenturas.
—Venga conmigo —le dije.
—Es lejos.
—Dios esconde sus regalos en la distancia.
—Muy tarde.
—Dios no entiende de eso.
—Domitila Cuevas, Gutiérrez.
Me levanté. Fui hasta el hombre. La claridad azul del crepúsculo abarcaba el horizonte, el llano.
45
—Domitila Cuevas —murmuré, y luego, con voz un poco más alta—. Pero no sólo, ni para siempre.
El hombre se volvió a verme. Otra luz en los ojos que la del cielo turbio no tenía.
—Venga conmigo —insistí.
La esperanza estaba toda en mí. Como un mandato.
—Mañana, al amanecer. Nos iremos, Cobos, caminando.
Un grillo empezó a cantar en el cuarto. Entonces, el hombre me dijo:
—Domitila Cuevas mata también las moscas. Ayer, Gutiérrez, les pasó la sombra de la mano.
* * *
Referencia. Jesús Gardea «La orilla del viento». En De alba sombría. New Hampshire: Ediciones del Norte, 1985.
El RAMO AZUL
{Octavio Paz}
Desperté, cubierto de sudor. Del
piso de ladrillos rojos, recién regados, subía un vapor caliente. Una mariposa
de alas grisáceas revoloteaba encandilada alrededor del foco amarillento. Salté
de la hamaca y descalzo atravesé el cuarto, cuidando no pisar algún alacrán
salido de su escondrijo a tomar el fresco. Me acerqué al ventanillo y aspiré el
aire del campo. Se oía la respiración de la noche, enorme, femenina. Regresé al
centro de la habitación, vacié el agua de la jarra en la palangana de peltre y
humedecí la toalla. Me froté el torso y las piernas con el trapo empapado, me
sequé un poco y, tras de cerciorarme que ningún bicho estaba escondido entre
los pliegues de mi ropa, me vestí y calcé. Bajé saltando la escalera pintada de
verde. En la puerta del mesón tropecé con el dueño, sujeto tuerto y reticente.
Sentado en una sillita de tule, fumaba con el ojo entrecerrado. Con voz ronca
me preguntó: -¿Dónde va señor? -A dar una vuelta. Hace mucho calor. -Hum, todo
está ya cerrado. Y no hay alumbrado aquí. Más le valiera quedarse. Alcé los
hombros, musité “ahora vuelvo” y me metí en lo oscuro. Al principio no veía
nada. Caminé a tientas por la calle empedrada. Encendí un cigarrillo. De pronto
salió la luna de una nube negra, iluminando un muro blanco, desmoronado a
trechos. Me detuve, ciego ante tanta blancura. Sopló un poco de viento. Respiré
el aire de los tamarindos. Vibraba la noche, llena de hojas e insectos. Los
grillos vivaqueaban entre las hierbas altas. Alcé la cara: arriba también
habían establecido campamento las estrellas. Pensé que el universo era un vasto
sistema de señales, una conversación entre seres inmensos. Mis actos, el
serrucho del grillo, el parpadeo de la estrella, no eran sino pausas y sílabas,
frases dispersas de aquel diálogo. ¿Cuál sería esa palabra de la cual yo era
una sílaba? ¿Quién dice esa palabra y a quién se la dice? Tiré el cigarrillo
sobre la banqueta. Al caer, describió una curva luminosa, arrojando breves
chispas, como un cometa minúsculo. Caminé largo rato, despacio. Me sentía
libre, seguro entre los labios que en ese momento me pronunciaban con tanta
felicidad. La noche era un jardín de ojos. Al cruzar la calle, sentí que
alguien se desprendía de una puerta. Me volví, pero no acerté a distinguir
nada. Apreté el paso. Unos instantes percibí unos huaraches sobre las piedras
calientes. No quise volverme, aunque sentía que la sombra se acercaba cada vez
más. Intenté correr. No pude. Me detuve en seco, bruscamente. Antes de que
pudiese defenderme, sentí la punta de un cuchillo en mi espalda y una voz
dulce: -No se mueva , señor, o se lo entierro. Sin volver la cara pregunte:
-¿Qué quieres? -Sus ojos señor –contestó la voz suave, casi apenada. -¿Mis
ojos? ¿Para qué te servirán mis ojos? Mira, aquí tengo un poco de dinero. No es
mucho, pero es algo. Te daré todo lo que tengo, si me dejas. No vayas a
matarme. -No tenga miedo señor. No lo mataré. Nada más voy a sacarle los ojos.
-Pero, ¿para qué quieres mis ojos? -Es un capricho de mi novia. Quiere un
ramito de ojos azules y por aquí hay pocos que los tengan. -Mis ojos no te
sirven. No son azules, sino amarillos. -Ay, señor no quiera engañarme. Bien sé
que los tiene azules. -No se le sacan a un cristiano los ojos así. Te daré otra
cosa. -No se haga el remilgoso, me dijo con dureza. Dé la vuelta. Me volví. Era
pequeño y frágil. El sombrero de palma la cubría medio rostro. Sostenía con el
brazo derecho un machete de campo, que brillaba con la luz de la luna.
-Alúmbrese la cara. Encendí y me acerqué la llama al rostro. El resplandor me
hizo entrecerrar los ojos. El apartó mis párpados con mano firme. No podía ver
bien. Se alzó sobre las puntas de los pies y me contempló intensamente. La
llama me quemaba los dedos. La arrojé. Permaneció un instante silencioso. -¿Ya
te convenciste? No los tengo azules. -¡Ah, qué mañoso es usted! –respondió- A
ver, encienda otra vez. Froté otro fósforo y lo acerqué a mis ojos. Tirándome
de la manga, me ordenó. -Arrodíllese. Mi hinqué. Con una mano me cogió por los
cabellos, echándome la cabeza hacia atrás. Se inclinó sobre mí, curioso y
tenso, mientras el machete descendía lentamente hasta rozar mis párpados. Cerré
los ojos. -Ábralos bien –ordenó. Abrí los ojos. La llamita me quemaba las
pestañas. Me soltó de improviso. -Pues no son azules, señor. Dispense. Y despareció.
Me acodé junto al muro, con la cabeza entre las manos. Luego me incorporé. A
tropezones, cayendo y levantándome, corrí durante una hora por el pueblo
desierto. Cuando llegué a la plaza, vi al dueño del mesón, sentado aún frente a
la puerta. Entré sin decir palabra. Al día siguiente huí de aquel pueblo.
A LOS PINCHES CHAMACOS
{Francisco Hinojosa}
Soy un pinche chamaco. Lo sé porque todos lo saben. Ya deja, pinche
chamaco. Deja allí, pinche chamaco. Qué haces, pinche chamaco. Son cosas que
oigo todos los días. No importa quién las diga. Y es que las cosas que hago, en
honor a la verdad, son las que haría cualquier pinche chamaco. Si bien que lo
sé.
Una vez me dediqué a matar moscas. Junte setentaidós y las guardé en
una bolsa de plástico. A todos les dio asco, a pesar de que las paredes no
quedaron manchadas porque tuve el cuidado de no aplastarlas. Sólo embarré una,
la más gorda de todas. Pero luego la limpié. Lo que menos les gustó, creo, es
que las agarraba con la mano. Pero la verdad es que eran una molestia. Lo decía
mi mamá: pinches moscas. Lo dijo papá: pinche calor: no aguanto a las moscas:
pinche vida. Hasta lo dije yo: voy a matarlas. Nadie dijo que no lo hiciera. En
cuanto se fueron a dormir su siesta, tomé el matamoscas y maté setentaidós.
Concha me vio cómo tomaba las moscas muertas con la mano y las metía en una
bolsa de plástico. Les dijo a ellos. Y ellos me dijeron pinche chamaco, no seas
cochino. En vez de agradecérmelo. Y me quitaron el matamoscas y echaron la
bolsa al cesto y me volvieron a decir pinche chamaco hijo del diablo.
Yo ya sabía entonces que lo que hacía es lo que hacen todos los
pinches chamacos. Como Rodrigo. Rodrigo deshojó un ramo de rosas que le
regalaron a su madre cuando la operaron y le dijeron pinche chamaco. Creo que
hasta le dieron una paliza. O Mariana, que se robó un gatito recién nacido del
departamento 2 para meterlo en el microondas y le dijeron pinche chamaca.
Los pinches chamacos nos reuníamos a veces en el jardín del edificio.
Y no es que nos gustar ser a propósito unos pinches chamacos. Pero había algo
en nosotros que así era, ni modo. Por ejemplo, un día a Mariana se le ocurrió
excavar. Entre los tres excavamos toda una tarde: no encontramos tesoros: ni
encontramos piedras raras para la colección: ni siquiera lombrices. Encontramos
huesos. El papá de Rodrigo dijo: pinche hoyo. Y la mamá: son huesos. Vino la
policía y dijo que eran huesos humanos. Yo no sé bien a bien lo que pasó allí,
pero la mamá de Mariana desapareció algunos días. Estaba en la cárcel, me dijo
Concha. Rodrigo escuchó que su papá había dicho que ella había matado a alguien
y lo había enterrado allí. Cuando volvió, supe que todos éramos unos pinches
chamacos metiches pendejos. Rodrigo me aclaró las cosas: la policía pensaba que
ella había matado a alguien pero no, se había salvado de las rejas. ¿Qué son
las rejas?, pregunté. La cárcel, buey.
Ya no volvimos a jugar a excavar. Tampoco pudimos vernos durante un
buen tiempo. A mí, mis papás me decían que no debía juntarme con ellos. A ellos
les dijeron lo mismo, que yo era un pinche chamaco desobligado mentiroso. A
Rodrigo le dieron unos cuerazos.
Tiempo después, cuando ya a nadie le importó que los pinches chamacos
volviéramos a vernos, Mariana tuvo otra ocurrencia: hay que excavar más. No
¿qué no ves lo que estuvo a punto de pasarle a tu mamá? No pasó nada, qué, dijo.
Para que nadie nos viera, hicimos guardias. Excavamos en otra parte y no
encontramos nada de huesos. Luego en otra: tampoco había huesos: pero sí un
tesoro: una pistola. Debe valer mucho. Yo digo que muchísimo. A lo mejor con
eso mataron al señor del hoyo. A lo mejor. Sí, hay que venderla.
Escondimos la pistola en el cuarto donde guarda sus cosas el
jardinero. Rodrigo dijo que él sabía cómo se usan las pistolas. Mi papá tiene
una y me deja usarla cuando vamos a Pachuca. Mariana no le creyó. Has de ver
mucha televisión, eso es lo que pasa.
Al día siguiente la volvimos a sacar y la envolvimos en un periódico.
¿Cómo la vendemos? ¿A quién se la vendemos? Al señor Miranda, el de la tienda.
Fuimos con el señor Miranda y nos vio con unos ojos que se le salían. Nos dijo:
se las voy a comprar sólo porque me caen bien. Sí, sí. Bueno. Pero nadie debe
saberlo, ¿eh? Nos dio una caja de chicles y cincuenta pesos. El resto de la
tarde nos dedicamos a mascar hasta que se acabó la caja.
A la semana siguiente, la colonia entera sabía que el señor Miranda
tenía una pistola. La verdad, yo no se lo dije a nadie, sólo a Concha. Y lo
único que se le ocurrió decirme fue pinche chamaco. Lo que inventas. O que
dices. Tu imaginación. Hasta que el señor Miranda nos llamó un día y nos dijo:
ya dejen, pinches chamacos. Dedíquense a otras cosas. Déjense de chismeríos.
Pónganse a jugar. Nos dio tres paletas heladas para que lo dejáramos de
jorobar.
En esos días, para no aburrirnos, nos dedicamos a juntar caracoles.
Nos gustaba lanzarlos desde la azotea. O les echábamos sal para ver cómo se
deshacían. O los metíamos en los buzones. En poco tiempo ya no había manera de
encontrar un solo caracol en todo el jardín. Luego quisimos seguir juntando
piedras raras, pero alguien nos tiró la colección a la basura. O de planamente
se la robó.
Fue entonces cuando decidimos escapar. Fue idea de Mariana.
Me puse mi chamarra y saqué mi alcancía, que la verdad no iba a tener
muchas monedas porque Concha toma dinero de ahí cuando le falta para el gasto.
Mariana también salió con su chamarra y con la billetera de su papá. Hay que
correrle, decía, si se dan cuenta nos agarran. Rodrigo no llevó nada.
Caminamos como una hora. Llegamos a una plaza que ninguno de los tres
conocíamos. ¿Y ahora?, preguntó Rodrigo. Hay que descansar, pedí. Yo tengo
hambre. Yo también. Vamos a un restaurante. ¿Dónde hay uno? Le podemos
preguntar a ese señor. Señor, ¿sabe dónde hay un restaurante? Sí, en esa
esquina, ¿qué no lo ven?
Era un restaurante chiquito.
Rodrigo nos contó qué él había ido a muchos restaurantes en su vida. La carta,
le dijo el señor. Nos trajo hamburguesas con queso y tres cocas. ¿Quién va a
pagar?, preguntó el señor. Yo, dijo Mariana, y sacó la billetera de su papá.
Está bien. Escuchamos que le decía al cocinero pinches chamacos si serán bien
ladrones.
Nos dio las tres hamburguesas y las tres cocas. Comimos. Y Mariana
pagó.
Y ahora, ¿qué hacemos? Cállate, me calló Mariana. Mi
papá ya debe haberse dado cuenta de que le falta su billetera. ¿Estás
preocupada? ¿Por qué?, ya nos fuimos, ¿o no? Sí. Y ahora, ¿qué hacemos?
Vamos a platicar con el señor Miranda.
Rodrigo hizo parada a un taxi. Llévenos a la calle
Argentina. ¿Quién pagará? Mariana le enseñó la billetera. Pinches chamacos le
robaron el dinero a sus papás, ¿verdad? ¿Nos va a llevar o no?, le preguntó
Rodrigo. Ustedes pagan, dijo.
El taxista nos llevó a unas pocas cuadras de allí. Era
una calle solitita. Ahora denme el dinero. No, qué. Miren, pinches chamacos, o
me lo dan o los mato. Es nuestro. Se los voy a robar como ustedes lo robaron,
¿verdad? También tu alcancía, me dijo. Yo le di la alcancía. Así es, pinches
chamacos. Y ahora bájense.
Pinche viejo,
dijo Mariana. Si hubiera tenido la pistola, le doy un balazo, dijo Rodrigo.
Deplanamente. Me dan ganas de ahorcarlo. Sin dinero ya no podemos ir a un
hotel. Yo he ido a muchos hoteles, dijo Rodrigo. Pero sin dinero… Por qué no
vamos con el señor Miranda a pedirle nuestra pistola. Sí, eso es. La pistola. A
ver así quién se atreve a robarnos.
Un señor nos dijo hacia dónde quedaba Argentina. Y luego: ¿están
perdidos? Sí, un poco perdidos. Sigan derecho, derecho hasta Domínguez, ahí dan
vuelta a la izquierda, ¿Me entendieron? ¿Saben cuál es Domínguez? Yo no sabía,
pero Mariana dijo que ella sí. La verdad, era un señor muy amable.
Para no hacer el cuento largo, llegamos con el señor Miranda cuando ya
era de noche. ¿Y ahora qué quieren?, nos preguntó, ya voy a cerrar. Queremos la
pistola. Sí, y que nos venda unas balas. Miren, pinches chamacos, ya les dije
que se dejaran de chismes. Tomen un chicle y váyanse. No, la verdad queremos
sólo la pistola. Voy a cerrar, así es que lárguense sin chicles, ¿entendieron?
Rodrigo tomó una bolsa de pinole, la abrió y le echó un buen puñado en
los ojos al pobre señor Miranda. Pinches chamacos, van a ver con sus papás. El
viejito se cayó al piso. Yo me le eché encima de la cabeza y le jalé los pelos.
Mientras, Mariana le pellizcaba un brazo con todas sus ganas. Busca la pistola,
córrele, le dijimos a Rodrigo. ¿Dónde? Allí abajo. No, no está. Allí, junto a
la caja. Suéltenme, pinches chamacos, gritaba. Tampoco, no está aquí. ¿Dónde
está, pinche viejo? Si no me sueltan… Aquí está, gritó Rodrigo, aquí está.
¿Dónde estaba? En el cajón.
Y ahora qué. ¿Lo matamos? Mariana se había abrazado de las piernas del
señor Miranda para que no se moviera tanto. Ve si tiene balas. Sí, si tiene
balas. ¿Le damos un plomazo? ¿Qué es plomazo? Que si lo matamos, buey. Sí,
mátalo. Pinches chamacos…
El ruido del disparo fue horroroso, yo pensaba que los balazos no
sonaban tanto. Al pobre del señor Miranda le salió mucha sangre de la cabeza y
se quedó muerto. ¿Está muerto? Pues sí, ¿qué no te das cuenta? Ya ven cómo sí
sé disparar pistolas. Puta, dijo Mariana. Sí, puta.
Vámonos antes de que llegue alguien. Nos fuimos por Argentina,
derechito, corriendo a todo lo que podíamos. Hasta que llegamos cerca de la
escuela de Rodrigo. Pinche chamaca, dijo una señora con la que se tropezó
Mariana, fíjate.
No sé cómo lo hizo, pero Rodrigo sacó rapidísimamente la pistola y le
dio un plomazo en la panza. La señora cayó al piso y empezó a gritar. No está
muerta, le dije, tienes que darle otro plomazo. Rodrigo le dio otro plomazo en
la cabeza.
Ahora sí, comprobó Mariana, está fría. ¿La tocaste o qué? Está muerta,
buey.
Al parecer, otros oyeron el ruido del balazo porque la gente se juntó
alrededor de la muerta. Rodrigo se había guardado ya la pistola en la bolsa de
su chamarra.
¡Llamen a una ambulancia! ¡Llamen a la policía! ¡Llamen a alguien! ¡La
mataron! Yo creo que fue un balazo. ¿Ya le tomaron el pulso? Yo lo oí. Salí
corriendo de la casa a ver qué pasaba y me encuentro con que… Yo vi correr a un
hombre. Llevaba una pistola en la mano. Debes atestiguar. Claro, nomás venga la
policía. No, no respira. Quítense, pinches chamacos, qué no ven que está
muerta. No hay seguridad en esta colonia. Es un pinche peligro. ¿Le robaron la
bolsa? Sí, yo vi que el hombre corría con la pistola y la bolsa de la señora.
Era una bolsa blanca… ¿Qué no oyeron, pinches chamacos metiches? Si sus papás
los vieran haciendo bulto… Eran dos, llevaban pistolas y la bolsa… Yo la
conozco es Mariquita, la de don Gustavo. Lo triste que se va a poner el hombre.
En cuanto oímos el ruido de las sirenas, Mariana dijo mejor vámonos,
podemos tener problemas.
No debimos matarla, les dije mientras caminábamos hacia la avenida.
Fue culpa de ella. Además, así son las cosas, a mucha gente la matan igual, en
la calle, con pistola. No debes preocuparte. Dicen que te vas al cielo cuando
te matan a balazos. Sí, es cierto, yo ya había oído eso. ¿Tú crees que el señor
Miranda se vaya al cielo? Claro, tonto.
Mariana le hizo la parada a un taxi. ¿A dónde vamos? No tenemos dinero
para pagarle. Ay, qué ingenuo eres, me dijo. A la calle de López, dijo Rodrigo.
¿Cuál calle de López? ¿Saben qué hora es? No, le dije. Son las diez. ¿Nos va a
llevar o no?, le preguntó Mariana. Miren, pinches chamacos, si sus papás los
dejan andar a estas horas tomando taxis no es mi problema, así es que largo,
largo de aquí. Rodrigo sacó la pistola y le apuntó a la cara. Ah, pinche
chamaco, además te voy a dar una paliza por andarme jodiendo.
Y cuando le iba a quitar la pistola, Rodrigo disparó el plomazo con
las dos manos. Le entró la bala por el ojo. Lo mandamos derechito al cielo, qué
duda.
Yo sé manejar, dijo Rodrigo. Pero no fue cierto, en cuanto pudimos
hacer a un lado al taxista, Rodrigo trató de echar a andar el coche y no pudo.
Debes meterle primera. Ya sé; ya sé. Déjame a mí, dijo Mariana. Se puso al
volante, metió la primera y el coche caminó un poco, dando saltos. Mejor vamos
a pie, les dije. Sí, este coche no funciona muy bien.
Antes de abandonar el taxi, Rodrigo esculcó en los bolsillos del
taxista hasta que encontró el dinero. Hay más de cien pesos. Quítale también el
reloj. Luego lo vendemos. Mariana guardó el dinero, yo me puse el reloj y
Rodrigo se escondió la pistola en la chamarra.
En el hotel fue la misma bronca, que si dónde están sus papás, que si
saben qué hora es, que si un hotel no es para que jueguen los chamacos, que si
alquilar un cuarto cuesta, que dónde está el dinero. Váyase a la chingada, dijo
Rodrigo alfinmente, y todos echamos a correr.
Caminamos un rato hasta que Mariana tuvo una buena idea. Ya sé,
podríamos ir a dormir a casa de la señora Ana Dulce. ¿Con esa pinche vieja? Sí,
buey, dijo Rodrigo, nos metemos en su casa, le damos un plomazo y nos quedamos
allí a dormir. Puta, que si es buena idea…
La señora Ana Dulce nos abrió. ¿Qué quieren? ¿Nos deja usar su
teléfono?, le dijimos para guaseárnosla. Pinches chamacos, ¿saben qué hora es?
Nos metimos a la casa sin importarnos las amenazas de la vieja: voy a llamarle
a la policía para decirle que se escaparon de sus casas. Van a ver la cueriza
que les van a poner. Vi cómo Mariana discutía con Rodrigo. Ahora me toca a mí.
Si tú no sabes… Al parecer ganó Mariana porque tomó el arma y le disparó un
plomazo a la señora Ana Dulce. Le dio en una pata. Luego disparó por segunda
vez. ¿Qué tal?, dijo, te apuesto a que le di en el corazón. Yo pensaba lo
mismo, a pesar de que la vieja chillaba del dolor como una loca y se retorcía
en el piso. Al rato se calló.
La guardamos en un clóset. Rodrigo decía que era un cadáver. Luego
cenamos pan con mantequilla y mermelada y nos metimos los tres a la cama con la
pistola abajo de la almohada.
Durante los siguientes diez días no le dimos plomazos a nadie más. Nos
quedaba una bala. Íbamos al parque todas las mañanas y comíamos y dormíamos en
casa del cadáver, hasta que el espantoso olor del clóset nos hizo salir
corriendo.
Ese día tuvimos la mala suerte de encontrarnos frente a frente con el
papá de Mariana. ¡Pinches chamacos!, nos gritó. ¡Cómo los he buscado! ¡Van a
ver la que les espera!
Nos esperaba una que ni la imaginábamos… A todos nos agarraron a
patadas y cuerazos y cachetadas y puntapiés. Yo oía cómo gritaban Mariana y
Rodrigo. MI mamá me dio un puñetazo en la cara que me sacó sangre de la nariz,
y mi papá, un zopaco en la boca que casi me tira un diente. Por más que
lloraba, no dejaban de darme y darme como a un perro.
Tardé un poco en dormirme. Pero en un ratito me desperté con el ruido
de un plomazo. Ya Rodrigo debe haberse echado a sus papás, pensé. Luego se
empezaron a oír gritos. Mis papás se despertaron también y corrieron a la
puerta para ver qué pasaba.
La mamá de Rodrigo gritaba: ¡Lo mató, lo mató, lo mató! ¡El pinche
chamaco lo mató! Cálmese, señora, quién mató a quién. Rodrigo salió en ese
momento con la pistola en la mano. Córrele, me dijo a mí, antes de que nos
agarren. Esto es la guerra. ¿Y Mariana?, le pregunté. Hay que ir por ella. No,
qué, córrele.
Y sí: corrimos a madres. Fue un alivio encontrarnos con nuestra amiga
en la calle. Ya se echó a sus papás, le anuncié. Puta, dijo Mariana, eso me
imaginé. Y nos echamos a correr como si nos persiguiera una manada de perros
rabiosos. No paramos hasta que Rodrigo se tropezó con una piedra y fue a dar al
suelo. Le salía sangre de la cabeza.
Qué madrazo me di, nos dijo medio apendejado. Y sí que era un buen
madrazo. Hasta se le veía un poco del hueso.
Los tres teníamos la piyama puesta y ellos dos estaban descalzos. Sólo
yo tenía puestos los calcetines. ¿Me los prestas un rato?, me pidió Mariana,
está haciendo mucho frío. Se los presté.
¿Y ahora qué hacemos? Ni modo que volver a casa del cadáver. Todavía
tenemos la pistola, ¿o no?, podemos meternos a una casa y matar a quien nos
abra. No seas buey, eso está cabrón. Además ya no tenemos balas. ¿Cómo se te
ocurre que ahorita alguien nos va a abrir la puerta? Es cierto, somos unos
matones. No es por eso.
Me dieron ganas de orinar del frío que estaba haciendo. Una parte me
hice en los calzones y otra sobre la llanta de un coche. Pinche cochino, me
dijo Mariana. A Rodrigo le dio risa.
Caminamos un rato hasta que nos encontramos con una casa que tenía las
ventanas rotas. Debe estar abandonada. Seguro. Terminamos de romper uno de los
cristales y nos metimos. Estaba oscurísimo.
Encontramos un cuarto en el que se metía un poquito de la luz de la
calle. Hicimos a un lado los escombros y nos echamos al piso, muy juntos para
tratar de calentarnos, hasta que nos quedamos dormidos, alfinmente dormidos.
A la mañana siguiente, con los huesos adoloridos, desperté a los
otros. Pudimos ver ahora sí el cuarto en el que habíamos dormido. Estaba muy
húmedo y sucio. Había latas vacías de cerveza, colillas de cigarros, bolsas de
plástico, cáscaras de naranja y cantidad de tierra. Olía a puritita mierda.
Mariana tiritaba de frío, aunque estaba calientísima. Es calentura,
estoy seguro, les dije. Un calenturón como para llamar al doctor. Cuál doctor,
se encabronó Rodrigo. ¿Qué sientes?, le pregunté. Ella ni contestó. Sólo
tiritaba y tiritaba.
Hay que comprar aspirinas. Es cierto, le dije. Rodrigo se ofreció a
buscar una farmacia mientras yo cuidaba a Mariana.
Esperamos horas y horas hasta que a Mariana se le quitó la temblorina.
Cuando me dijo que ya se sentía bien le expliqué que Rodrigo había ido a buscar
una farmacia para comprarle aspirinas y que todavía no regresaba. Pues ya se
tardó. Claro que ya se tardó. Algo debe haberle pasado.
Lo buscamos hasta que nos perdimos y ya no sabíamos cómo regresar a la
casa donde habíamos dormido. Teníamos un hambre espantosa. Y sin dinero. Y sin
pistola. Y sin casa donde nos dieran de comer.
Lo demás fue idea de Mariana. En un semáforo nos pusimos a pedir
dinero a los conductores de los coches. Cuando llenamos los bolsillos de
monedas las contamos: eran nueve pesos con veinte centavos. En una tienda
compramos dos bolsas de papas y dos refrescos.
Después de comer nos acostamos en el pastito del camellón. Durante
mucho tiempo nos pusimos a hablar de Rodrigo. ¿Qué le había pasado? Sabe. ¿Lo
habrá agarrado la policía por matar a sus papás? A lo mejor sólo está perdido.
Como nosotros. O quizá lo agarraron cuando quiso matar al de la farmacia.
¿Cómo, si no tiene balas? O lo atropellaron. Quién sabe. O le dieron un plomazo
por metiche.
Se hizo de noche y no teníamos dónde dormir. No nos quedó otra más que
preguntar por la calle de López para ir a casa de la señora Ana Dulce. Aunque
oliera feo, al menos habría una cama.
Tardamos como dos horas en llegar. Afuera de la casa de la señora Ana
Dulce había un policía. Yo creo que… Sí, sí, no necesitas explicarme nada. ¿Qué
hacemos? Puta, ahora sí me la pones canija.
Nos metimos a dormir a un terreno baldío en el que había ratas. Puta
madre que estoy seguro. La pasamos delachingadamente.
Despertamos mojados y con el pelo hecho hielitos. Teníamos un hambre
espantosa. Y si vamos a la casa. ¿Qué dices? No ves que Rodrigo se echó a su
papá. Pues Rodrigo es Rodrigo. A lo mejor ahorita ya está muerto.
Concha fue la primera en vernos: pinches chamacos, van a ver la que
les espera.
Y es cierto: la que nos esperaba… Pero, con el carácter de Mariana,
tampoco se imaginaron nunca la que les esperaba a ellos.
Mi amigo el Gordo
Cuando a mi amigo el Gordo lo quisieron
sacar de su casa porque estaba muerto y apestaba, vieron que no cabía por la
puerta.
Anduvieron un rato moviéndolo hasta que
se dieron cuenta que ya no podían, y es que el olor era bien insoportable. Al
fin escogieron desvestirlo y embarrarlo con manteca para ver si así podía
salir. Pero la manteca no alcanzó más abajo de la cintura, y lo malo fue que la
tienda ya había cerrado y yo empezaba a tener hambre.
Luego quisieron tumbar la puerta y abrir
un hoyo grandotote para arrastrar al Gordo fuera de ahí, porque de ninguna
manera podían cargar nada que no fueran sus piernas. Y es que ya se habían
embarrado hasta las narices y nadie sabía qué hacer. Después de que todos se
cansaron se les ocurrió llamar a la ambulancia. Pero cuando los enfermeros
llegaron, sólo midieron a mi amigo mientras apretaban sus máscaras y se le quedaban
mirando rascándose la cabeza.
Ya todos habíamos hecho un círculo
alrededor para seguir pensando, cuando un niño que andaba corriendo con los
zapatos del Gordo se resbaló con la manteca. Pero la señora del ocho dijo que
no, que ésa no era manteca, y varios niños se rieron mientras el otro se fue
llorando.
Entonces trajeron agua para limpiar la
caca y mientras echaban cubetas lo resbalaban por el piso. Se pusieron a
limpiarlo con escobas y mucho detergente y lo llenaron de espuma, haciéndole
bigotes y barbas. Fue así como se me ocurrió la idea de rebanarlo, que no les
pareció tan mala.
Primero intentamos con un cuchillo para
filetes y unas tijeras de pollo que trajo la maestra loca del tres, pero la
espuma y la manteca hacían que resbalaran y su filo apenas le pellizcaba.
Después se perdió el serrucho, y como ya no encontraron otra cosa decidieron
mejor dejarlo ahí y esperar a que los de la ambulancia trajeran refuerzos.
Pero ésos no volvieron, aunque yo ya lo
sabía, porque el reloj de cadena que tenía el Gordo se fue con ellos. Entonces,
todos comenzaron a ver sus cosas y diciendo que se las habían prestado fueron
llevándose la comida, los muebles de la sala y el refrigerador. Distendieron su
cama sucia, miraron adentro de los cajones, vaciaron su alacena, y hasta los
niños podían llevarse lo que quisieran siempre que pidieran permiso y no fuera
nada de valor, como la silla de ruedas que se fueron empujando.
Al Gordo primero lo fueron haciendo a un
lado de la puerta con los pies, que entraban y salían cargando como hormigas, y
luego todas las manos lo empujaron, echándose porras para que pudieran pasar
las cajas que faltaban. Poco a poco el Gordo se fue quedando sin sus cosas,
porque ya casi nada tenía, y ya era hora de cenar con nuevas recetas y terminar
las peleas de los niños, que querían llevarse los focos y los platos para
tronarlos en la pared.
Ya casi todos se iban, cuando alguien
amarraba unos costales y se me ocurrió envolver al Gordo con ellos, porque si
bañado no olía tan feo, su panza de globo ya
se estaba desinflando. Y a todos les pareció muy buena idea, así que lo
cubrimos con la cal que llevaban adentro hasta dejarlo ahí echado en la sala
vacía, blanco, blanco; como un oso polar.
Entonces se llevaron el último foco y
cargaron a los chiquitos más dormidos, porque afuera estaba muy oscuro y ya era
tarde. Los últimos en salir taparon las ventanas para que ya nadie entrara ni
saliera, pasaron llave y todos lo dejamos ahí; porque estaba muy gordo, hacía
mucho rato que estaba muerto y ya no había nada más que hacer.
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