LA ORILLA DEL VIENTO

                                                                                                                      {JESÚS GARDEA}




—La muchacha larga; una vara —dije.
Nos hallábamos a la orilla del viento. Cobos no me oyó. Miraba al cielo. A las nubes; a las silenciosas, lejanas luces de los últimos relámpagos. Siempre le tuvo miedo a los truenos. Un resplandor final nos iluminó.
—Ya no hay peligro.
—No sé —dijo Cobos.
Apartó sus ojos del cielo, luego miró al piso, al polvo de sus zapatos.
—¿Qué es lo que usted no sabe, Cobos?
Cuando alzó la cara para contestarme, vi que tenía ceño. Me apuntó con él.
—¿Qué sea preferible, Gutiérrez: si morir quemado por el azufre de los truenos o por el del sol?
—Para el de los truenos ningún amparo se conoce. Los rayos, una vez que caen, son como las víboras.
Cobos se encogió de hombros. El ceño, brillante como el acero.
—¿Y para lo otro? —me preguntó.
Yo también me encogí de hombros.
—La defensa de los hechos —dije.
—El sol mete el azufre en el aire, Gutiérrez; en la luz que respiramos ¿No se ha dado usted cuenta?
El cielo se abrió encima del llano. Todo empezó a arder de nuevo. Entonces, nos retiramos de la puerta. Las moscas, en lo alto de las sillas, seguían como espantadas.
—Las nubecitas —dijo Cobos al sentarse— podan el sol. Le devuelven la juventud. Las putas.
Me reí sin verdadera risa. Nos quedamos mirándonos.
—¿Y la muchacha, Gutiérrez? —me preguntó Cobos, como si acabara yo de llegar.
—Larga.
Adiviné su pensamiento.
—¿Mucho, Gutiérrez?
Volví a mirar las moscas. Nos oían, pegadas a las puertas calientes del aire.
—No más que usted, Cobos.
—Respeta la vida las proporciones, Gutiérrez.
Cobos me dijo esto para disimular que estaba a la espera de los detalles esenciales. Hice silencio. Me puse a templarlo como a las cuerdas de una guitarra. Afuera, ya no había señales de nada, de la pasada amenaza de tormenta.
—Gutiérrez…
La palabra vibró en mi silencio, pulsado por la uña, por la voz del otro. Pero yo esperaba, para exhibir la flor de las visiones que había traído conmigo, que Cobos abandonara su tono sombrío. La flor necesitaba de la luz del corazón.
—Gutiérrez… —repitió Cobos, buscándome con una lucecita, en medio de sus soledades.
Estaba atinando. Lo miré.
—Las gracias por esperarme —le dije. Y luego, como al principio—: La muchacha, larga, como una vara…
—Gutiérrez, yo la rebaso…
—Una rama. Con brotes.
Sonrió Cobos. Se enderezaban mis palabras a la médula del asunto.
—¿Grandes, Gutiérrez?
Negué con la cabeza.
—Pichoncitos eran, pero de pico parado.
Cobos me enseñó una mano, la palma.
—Y soñé con ellos; que bajaban a comer aquí, Gutiérrez. Pero los sueños me duelen.
La mano del hombre estaba enormemente vacía. Un abismo. Me llamaba. Todos llevábamos, idénticas, las mismas desolaciones.
—Dios nos colma sólo si estamos despiertos —dije.
Cobos volvió a mirarse los zapatos.
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—A mí no. He estado despierto la vida entera.
—Lo sé, Cobos.
—Rastrillando nada.
Había que callar. La visión de la muchacha se alimentaba de hierba, no de espinerío amargo.
—Hay que renacer. Siempre —dije, dispuesto a hundirme en mi silencio.
Pero el otro vio adonde enfilaba yo. Me salió al paso con un suspiro, con un breve quejido del alma.
—Gutiérrez. Tres semanas. Pensé que usted ya no vendría. Pensé en un fracaso.
—Tuve que caminar mundos.
—¿Dónde la encontró, Gutiérrez?
El fuego del llano comenzó a aplacarse. En el aire flotaba la ceniza de los mezquites, revuelta con las primeras sombras de la atardecida. Las moscas brillaban como joyas en el respaldo de las sillas. Me inquietaba su inmovilidad; sus negras orejas.
—¿Cómo le hace usted, Cobos, para mantenerlas así?
—¿Qué cosa, Gutiérrez?
—Las moscas.
El hombre me miró que parecía que acababa yo de perder la razón.
—Están muertas —me contestó—. Brillan sus momias porque les doy aceite para los muebles; por el calor.
Yo no estaba muy seguro de lo que Cobos me decía. La flor necesita luz pero también la absoluta ausencia de informantes. Vivíamos rodeados de ellos.
—A ver —le dije a Cobos.
Cobos, volviéndose hacia el respaldo de la silla, con la uña de una mano y como desconchando una pared, arrancó al hilo varias moscas. Que eran, efectivamente, cuerpos sin alma, lo vi luego; caían, bajaban al piso tan lejos como plumas.
—Cadáveres.
—De su lado, Gutiérrez, tiene usted el resto del panteón. Escarbe.
No me imaginaba yo removiendo el estiércol de huesitos.
—No hace falta, Cobos.
Se sopló la uña. Después, mirándome despacio, me dijo:
—Los que entienden de misterios, desconfían demasiado.
—El mundo nos oye, por orejas increíbles, Cobos.
Cobos suspiró. El cielo se había puesto rojo. Se calmaba el bochorno. La amenaza de lluvia era ya como un sueño del aire.
—¿Dónde, Gutiérrez?
—No conoce usted el lugar.
Con la mano señalé el horizonte.
—¿Lejos, Gutiérrez?
Los grillos cantaban en las brasas del incendio.
—Tres días y cuatro noches —respondí.
El hombre me miró con harto desconsuelo.
—Eso queda al comienzo del mundo —dijo—. Costará buen dinero llegar.
Recordé a la muchacha. Recordé nuestros tristes llanos. El reloj del cielo iba volviéndose del color del vino.
—Vale la pena —repliqué.
—No le digo lo contrario. Usted que la vio, ha de saberlo; pero yo no tengo los centavos para el viaje.
En estas soledades, a la gente se le rompían los muelles de un día para otro; de pronto, sin el menor aviso, como si les pulverizara un rayo el alma. Estaba desconociendo a Eufrasio Cobos. Ni sombra ya de su entusiasmo de hacía tres semanas; de la alegría de fiarse de mis conocimientos. Yo no ignoraba que vivíamos en lo más duro y sofocante del mundo; que aquí, los hombres, a la larga o a la corta, acababan siempre por quebrarse; pero yo, a Cobos, le guardaba un particular aprecio y no podía abandonarlo, dejarlo fuera de mi visión.
—Me tardé tanto tiempo —le dije—porque cada vez me resultaba más difícil.
—Nunca sabemos cómo vamos a amanecer, Gutiérrez. Con el vinagre del sol, nunca.
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—Alrededor de nosotros, Cobos; y en los alrededores de este alrededor, no vi, no hallé nada que valiera la pena.
—Somos pobres, Gutiérrez. Fue usted a encontrarla muy lejos.
—La muchacha es un regalo, Cobos. De Dios. No es como esos arenales sin fin de la mujer de usted.
Cobos me miró fijamente. Él estaba de espaldas a la luz morosa del atardecer, al canto de los grillos. Dos puntitos se encendieron en la oscuridad de sus ojos.
—¿Cómo es, Gutiérrez?
Aspiré el aire del cuarto. Lo sentí en el pecho como una llamarada. Evoqué luego el agua y sus mundos. La flor que yo había descubierto para el amigo.
—Linda, Cobos.
—¿Cómo, Gutiérrez?
La voz de Cobos era una voz anónima. No lograba acercarla a la luz de los ojos.
—Tiene una trenza de trigo macizo —respondí—. La lleva delante. Le cruza por los montecitos como un río de oro. Y el río baja y va y se embebe en el ombligo. Pero no todo. Algo de sus aguas se derrama y alcanza los pinos rubios y la honda cañada. La muchacha conoce la lluvia; las humedades que salvan. La tarde en que la conocí, llovía sobre sus hombros. Pero había sol. Y viento fresco. Y sonaba el bosque.
—Usted también la ha soñado como yo, Gutiérrez.
—No. Lo que veo en el agua no son sueños. Es la verdad. La verdad. No lo iba yo a engañar, Cobos.
—Usted no, pero sí sus pesares.
Un trago de amargura me subió a la boca. Cobos estaba desgraciándose. Era casi como un fantasma. Escupí en la tierra del piso. Me miré las canillas, secas como tasajos.
—El agua me arrastra los pesares, Cobos. Soy el más limpio, el más cristalino de por aquí.
—Y yo le parezco ruin, Gutiérrez; una de esas vaquitas que se tumban para no levantarse más.
Los grillos pararon de cantar. A la luz, iba rodeándola, tiñéndola, la lenta noche del llano.
—Usted, había resistido —le dije a Cobos—. De todos, usted era el admirable. De sus tentativas, de sus afanes por la sombra y el agua nadie supo mejor que yo. Buscaba usted. Pero la trampa era tan ancha como el mundo. En secreto lo seguíamos mis poderes y yo.
—Me siguieron mal, Gutiérrez. Éramos dos; el de las esperanzas, uno; el otro, el que caminaba en círculos cada vez más cerrados, rumbo al centro de la sequía, el nudo de los arenales. Detrás del primero anduvo usted, Gutiérrez.
—Nunca fui bizco. Tampoco un despistado. Al que realmente cuenta, de esos dos, seguíamos. Pero Dios es quien manda. Dice cuándo. Marca el tiempo. Y el tiempo llegó. Hace tres semanas. Por eso vine a hablar con usted, y a ofrecerle mi ayuda.
Cobos se levantó de la silla. Volvió a la puerta. Estuvo mirando el llano y los hundidos restos del incendio en el crepúsculo.
—Es tarde, Gutiérrez, del nudo nadie regresa.
Miré de nuevo mis canillas, y luego mis brazos oscuros.
—Caminar mundos en busca de una salida, desgasta. Cobos. Atravesar soledades, tolvaneras de almas secas, voces y voces que nos desorientan…
Los grillos recomenzaron su canto, pero ya no tan agrio y metálico como antes; más coros se habían sumado a los primeros; por orden iban entrando al aire, izando su canción al cielo. La silueta del hombre parado en la puerta ardía en la tristeza.
—…Tres semanas trabajé para usted, Cobos.
—Es tarde. Es lejos. Es que ya morí en los arenales, Gutiérrez.
Cobos me decía esto cabeceando hacia los lados como en las calenturas.
—Venga conmigo —le dije.
—Es lejos.
—Dios esconde sus regalos en la distancia.
—Muy tarde.
—Dios no entiende de eso.
—Domitila Cuevas, Gutiérrez.
Me levanté. Fui hasta el hombre. La claridad azul del crepúsculo abarcaba el horizonte, el llano.
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—Domitila Cuevas —murmuré, y luego, con voz un poco más alta—. Pero no sólo, ni para siempre.
El hombre se volvió a verme. Otra luz en los ojos que la del cielo turbio no tenía.
—Venga conmigo —insistí.
La esperanza estaba toda en mí. Como un mandato.
—Mañana, al amanecer. Nos iremos, Cobos, caminando.
Un grillo empezó a cantar en el cuarto. Entonces, el hombre me dijo:
—Domitila Cuevas mata también las moscas. Ayer, Gutiérrez, les pasó la sombra de la mano.
* * *
Referencia. Jesús Gardea «La orilla del viento». En De alba sombría. New Hampshire: Ediciones del Norte, 1985.