{José Saramago}
Un hombre llamó a la
puerta del rey y le dijo, Dame un barco. La casa del rey tenía muchas más
puertas, pero aquélla era la de las peticiones. Como el rey se pasaba todo el
tiempo sentado ante la puerta de los obsequios (entiéndase, los obsequios que
le entregaban a él), cada vez que oía que alguien llamaba a la puerta de las
peticiones se hacía el desentendido, y sólo cuando el continuo repiquetear de
la aldaba de bronce subía a un tono, más que notorio, escandaloso, impidiendo
el sosiego de los vecinos (las personas comenzaban a murmurar, Qué rey tenemos,
que no atiende), daba orden al primer secretario para que fuera a ver lo que
quería el impetrante, que no había manera de que se callara. Entonces, el
primer secretario llamaba al segundo secretario, éste llamaba al tercero, que
mandaba al primer ayudante, que a su vez mandaba al segundo, y así hasta llegar
a la mujer de la limpieza que, no teniendo en quién mandar, entreabría la
puerta de las peticiones y preguntaba por el resquicio, Y tú qué quieres. El suplicante
decía a lo que venía, o sea, pedía lo que tenía que pedir, después se instalaba
en un canto de la puerta, a la espera de que el requerimiento hiciese, de uno
en uno, el camino contrario, hasta llegar al rey. Ocupado como siempre estaba
con los obsequios, el rey demoraba la respuesta, y ya no era pequeña señal de
atención al bienestar y felicidad del pueblo cuando pedía un informe
fundamentado por escrito al primer secretario que, excusado será decirlo,
pasaba el encargo al segundo secretario, éste al tercero, sucesivamente, hasta
llegar otra vez a la mujer de la limpieza, que opinaba sí o no de acuerdo con
el humor con que se hubiera levantado.
Sin embargo, en el
caso del hombre que quería un barco, las cosas no ocurrieron así. Cuando la
mujer de la limpieza le preguntó por el resquicio de la puerta, Y tú qué
quieres, el hombre, en vez de pedir, como era la costumbre de todos, un título,
una condecoración, o simplemente dinero, respondió. Quiero hablar con el rey,
Ya sabes que el rey no puede venir, está en la puerta de los obsequios,
respondió la mujer, Pues entonces ve y dile que no me iré de aquí hasta que él
venga personalmente para saber lo que quiero, remató el hombre, y se tumbó todo
lo largo que era en el rellano, tapándose con una manta porque hacía frío.
Entrar y salir sólo pasándole por encima. Ahora, bien, esto suponía un enorme
problema, si tenemos en consideración que, de acuerdo con la pragmática de las
puertas, sólo se puede atender a un suplicante cada vez, de donde resulta que
mientras haya alguien esperando una respuesta, ninguna otra persona podrá
aproximarse para exponer sus necesidades o sus ambiciones. A primera vista,
quien ganaba con este artículo del reglamento era el rey, puesto que al ser
menos numerosa la gente que venía a incomodarlo con lamentos, más tiempo tenía,
y más sosiego, para recibir, contemplar y guardar los obsequios. A segunda
vista, sin embargo, el rey perdía, y mucho, porque las protestas públicas, al
notarse que la respuesta tardaba más de lo que era justo, aumentaban gravemente
el descontento social, lo que, a su vez, tenía inmediatas y negativas
consecuencias en el flujo de obsequios. En el caso que estamos narrando, el
resultado de la ponderación entre los beneficios y los perjuicios fue que el
rey, al cabo de tres días, y en real persona, se acercó a la puerta de las
peticiones, para saber lo que quería el entrometido que se había negado a
encaminar el requerimiento por las pertinentes vías burocráticas. Abre la
puerta, dijo el rey a la mujer de la limpieza, y ella preguntó, Toda o sólo un
poco.
El rey dudó durante un
instante, verdaderamente no le gustaba mucho exponerse a los aires de la calle,
pero después reflexionó que parecería mal, aparte de ser indigno de su
majestad, hablar con un súbdito a través de una rendija, como si le tuviese
miedo, sobre todo asistiendo al coloquio la mujer de la limpieza, que luego
iría por ahí diciendo Dios sabe qué, De par en par, ordenó. El hombre que
quería un barco se levantó del suelo cuando comenzó a oír los ruidos de los
cerrojos, enrolló la manta y se puso a esperar. Estas señales de que finalmente
alguien atendería y que por tanto el lugar pronto quedaría desocupado, hicieron
aproximarse a la puerta a unos cuantos aspirantes a la liberalidad del trono
que andaban por allí, prontos para asaltar el puesto apenas quedase vacío. La
inopinada aparición del rey (nunca una tal cosa había sucedido desde que usaba
corona en la cabeza) causó una sorpresa desmedida, no sólo a los dichos
candidatos, sino también entre la vecindad que, atraída por el alborozo
repentino, se asomó a las ventanas de las casas, en el otro lado de la calle.
La única persona que no se sorprendió fue el hombre que vino a pedir un barco.
Calculaba él, y acertó en la previsión, que el rey, aunque tardase tres días,
acabaría sintiendo la curiosidad de ver la cara de quien, nada más y nada
menos, con notable atrevimiento, lo había mandado llamar. Dividido entre la
curiosidad irreprimible y el desagrado de ver tantas personas juntas, el rey,
con el peor de los modos, preguntó tres preguntas seguidas, Tú qué quieres, Por
qué no dijiste lo que querías, Te crees que no tengo nada más que hacer, pero
el hombre sólo respondió a la primera pregunta, Dame un barco, dijo. El asombro
dejó al rey hasta tal punto desconcertado que la mujer de la limpieza se vio
obligada a acercarle una silla de enea, la misma en que ella se sentaba cuando
necesitaba trabajar con el hilo y la aguja, pues, además de la limpieza, tenía
también la responsabilidad de algunas tareas menores de costura en el palacio,
como zurcir las medias de los pajes. Mal sentado, porque la silla de enea era
mucho más baja que el trono, el rey buscaba la mejor manera de acomodar las
piernas, ora encogiéndolas, ora extendiéndolas para los lados, mientras el hombre
que quería un barco esperaba con paciencia la pregunta que seguiría, Y tú para
qué quieres un barco, si puede saberse, fue lo que el rey preguntó cuando
finalmente se dio por instalado con sufrible comodidad en la silla de la mujer
de la limpieza, Para buscar la isla desconocida, respondió el hombre. Qué isla
desconocida, preguntó el rey, disimulando la risa, como si tuviese enfrente a
un loco de atar, de los que tienen manías de navegaciones, a quien no sería
bueno contrariar así de entrada, La isla desconocida, repitió el hombre,
Hombre, ya no hay islas desconocidas, Quién te ha dicho, rey, que ya no hay
islas desconocidas, Están todas en los mapas, En los mapas están sólo las islas
conocidas, Y qué isla desconocida es esa que tú buscas, Si te lo pudiese decir,
entonces no sería desconocida, A quién has oído hablar de ella, preguntó el
rey, ahora más serio, A nadie, En ese caso, por qué te empeñas en decir que
ella existe, Simplemente porque es imposible que no exista una isla
desconocida, Y has venido aquí para pedirme un barco, Sí, vine aquí para
pedirte un barco, Y tú quién eres para que yo te lo dé, Y tú quién eres para no
dármelo, Soy el rey de este reino y los barcos del reino me pertenecen todos,
Más les pertenecerás tú a ellos que ellos a ti, Qué quieres decir, preguntó el
rey inquieto, Que tú sin ellos nada eres, y que ellos, sin ti, pueden navegar
siempre, Bajo mis órdenes, con mis pilotos y mis marineros, No te pido
marineros ni piloto, sólo te pido un barco, Y esa isla desconocida, si la encuentras,
será para mí, A ti, rey, sólo te interesan las islas conocidas, También me
interesan las desconocidas, cuando dejan de serlo, Tal vez ésta no se deje
conocer, Entonces no te doy el barco, Darás. Al oír esta palabra, pronunciada
con tranquila firmeza, los aspirantes a la puerta de las peticiones, en
quienes, minuto tras minuto, desde el principio de la conversación iba
creciendo la impaciencia, más por librarse de él que por simpatía solidaria,
resolvieron intervenir en favor del hombre que quería el barco, comenzando a
gritar. Dale el barco, dale el barco. El rey abrió la boca para decirle a la
mujer de la limpieza que llamara a la guardia del palacio para que estableciera
inmediatamente el orden público e impusiera disciplina, pero, en ese momento, las
vecinas que asistían a la escena desde las ventanas se unieron al coro con
entusiasmo, gritando como los otros, Dale el barco, dale el barco. Ante tan
ineludible manifestación de voluntad popular y preocupado con lo que, mientras
tanto, habría perdido en la puerta de los obsequios, el rey levantó la mano
derecha imponiendo silencio y dijo, Voy a darte un barco, pero la tripulación
tendrás que conseguirla tú, mis marineros me son precisos para las islas
conocidas. Los gritos de aplauso del público no dejaron que se percibiese el
agradecimiento del hombre que vino a pedir un barco, por el movimiento de los
labios tanto podría haber dicho Gracias, mi señor, como Ya me las arreglaré,
pero lo que nítidamente se oyó fue lo que a continuación dijo el rey, Vas al
muelle, preguntas por el capitán del puerto, le dices que te mando yo, y él que
te dé el barco, llevas mi tarjeta. El hombre que iba a recibir un barco leyó la
tarjeta de visita, donde decía Rey debajo del nombre del rey, y eran éstas las
palabras que él había escrito sobre el hombro de la mujer de la limpieza,
Entrega al portador un barco, no es necesario que sea grande, pero que navegue
bien y sea seguro, no quiero tener remordimientos en la conciencia si las cosas
ocurren mal. Cuando el hombre levantó la cabeza, se supone que esta vez iría a
agradecer la dádiva, el rey ya se había retirado, sólo estaba la mujer de la
limpieza mirándolo con cara de circunstancias. El hombre bajó del peldaño de la
puerta, señal de que los otros candidatos podían avanzar por fin, superfluo
será explicar que la confusión fue indescriptible, todos queriendo llegar al
sitio en primer lugar, pero con tan mala suerte que la puerta ya estaba cerrada
otra vez. La aldaba de bronce volvió a llamar a la mujer de la limpieza, pero
la mujer de la limpieza no está, dio la vuelta y salió con el cubo y la escoba
por otra puerta, la de las decisiones, que apenas es usada, pero cuando lo es,
lo es. Ahora sí, ahora se comprende el porqué de la cara de circunstancias con
que la mujer de la limpieza estuvo mirando, ya que, en ese preciso momento,
había tomado la decisión de seguir al hombre así que él se dirigiera al puerto
para hacerse cargo del barco. Pensó que ya bastaba de una vida de limpiar y
lavar palacios, que había llegado la hora de mudar de oficio, que lavar y
limpiar barcos era su vocación verdadera, al menos en el mar el agua no le
faltaría. No imagina el hombre que, sin haber comenzado a reclutar la
tripulación, ya lleva detrás a la futura responsable de los baldeos y otras
limpiezas, también es de este modo como el destino acostumbra a comportarse con
nosotros, ya está pisándonos los talones, ya extendió la mano para tocarnos en
el hombro, y nosotros todavía vamos murmurando, Se acabó, no hay nada más que
ver, todo es igual.
Andando, andando, el
hombre llegó al puerto, fue al muelle, preguntó por el capitán, y mientras
venía, se puso a adivinar cuál sería, de entre los barcos que allí estaban, el
que iría a ser suyo, grande ya sabía que no, la tarjeta de visita del rey era
muy clara en este punto, por consiguiente quedaban descartados los paquebotes,
los cargueros y los navíos de guerra, tampoco podría ser tan pequeño que
aguantase mal las fuerzas del viento y los rigores del mar, en este punto
también había sido categórico el rey, que navegue bien y sea seguro, fueron
éstas sus formales palabras, excluyendo así explícitamente los botes, las
falúas y las chalupas, que siendo buenos navegantes, y seguros, cada uno
conforme a su condición, no nacieron para surcar los océanos, que es donde se
encuentran las islas desconocidas. Un poco apartada de allí, escondida detrás
de unos bidones, la mujer de la limpieza pasó los ojos por los barcos
atracados, Para mi gusto, aquél, pensó, aunque su opinión no contaba, ni
siquiera había sido contratada, vamos a oír antes lo que dirá el capitán del
puerto. El capitán vino, leyó la tarjeta, miró al hombre de arriba abajo y le
hizo la pregunta que al rey no se le había ocurrido, Sabes navegar, tienes
carnet de navegación, a lo que el hombre respondió, Aprenderé en el mar. El
capitán dijo, No te lo aconsejaría, capitán soy yo, y no me atrevo con
cualquier barco, Dame entonces uno con el que pueda atreverme, no, uno de ésos
no, dame un barco que yo respete y que pueda respetarme a mí, Ese lenguaje es
de marinero, pero tú no eres marinero, Si tengo el lenguaje, es como si lo
fuese. El capitán volvió a leer la tarjeta del rey, después preguntó, Puedes
decirme para qué quieres el barco, Para ir en busca de la isla desconocida, Ya
no hay islas desconocidas, Lo mismo me dijo el rey, Lo que él sabe de islas lo
aprendió conmigo, Es extraño que tú, siendo hombre de mar, me digas eso, que ya
no hay islas desconocidas, hombre de tierra soy yo, y no ignoro que todas las
islas, incluso las conocidas, son desconocidas mientras no desembarcamos en
ellas, Pero tú, si bien entiendo, vas a la búsqueda de una donde nadie haya
desembarcado nunca, Lo sabré cuando llegue, Si llegas, Sí, a veces se naufraga
en el camino, pero si tal me ocurre, deberás escribir en los anales del puerto
que el punto adonde llegué fue ése, Quieres decir que llegar, se llega siempre,
No serías quien eres si no lo supieses ya. El capitán del puerto dijo, Voy a
darte la embarcación que te conviene. Cuál, Es un barco con mucha experiencia,
todavía del tiempo en que toda la gente andaba buscando islas desconocidas,
Cuál, Creo que incluso encontró algunas, Cuál, Aquél. Así que la mujer de la
limpieza percibió para dónde apuntaba el capitán, salió corriendo de detrás de
los bidones y gritó, Es mi barco, es mi barco, hay que perdonarle la insólita
reivindicación de propiedad, a todo título abusiva, el barco era aquel que le
había gustado, simplemente. Parece una carabela, dijo el hombre, Más o menos,
concordó el capitán, en su origen era una carabela, después pasó por arreglos y
adaptaciones que la modificaron un poco, Pero continúa siendo una carabela, Sí,
en el conjunto conserva el antiguo aire, Y tiene mástiles y velas, Cuando se va
en busca de islas desconocidas, es lo más recomendable. La mujer de la limpieza
no se contuvo, Para mí no quiero otro, Quién eres tú, preguntó el hombre, No te
acuerdas de mí, No tengo idea, Soy la mujer de la limpieza, Qué limpieza, La
del palacio del rey, La que abría la puerta de las peticiones, No había otra, Y
por qué no estás en el palacio del rey, limpiando y abriendo puertas, Porque
las puertas que yo quería ya fueron abiertas y porque de hoy en adelante sólo
limpiaré barcos, Entonces estás decidida a ir conmigo en busca de la isla
desconocida, Salí del palacio por la puerta de las decisiones, Siendo así, ve
para la carabela, mira cómo está aquello, después del tiempo pasado debe
precisar de un buen lavado, y ten cuidado con las gaviotas, que no son de fiar,
No quieres venir conmigo a conocer tu barco por dentro, Dijiste que era tuyo,
Disculpa, fue sólo porque me gustó, Gustar es probablemente la mejor manera de
tener, tener debe de ser la peor manera de gustar. El capitán del puerto
interrumpió la conversación, Tengo que entregar las llaves al dueño del barco,
a uno o a otro, resuélvanlo, a mí tanto me da, Los barcos tienen llave,
preguntó el hombre, Para entrar, no, pero allí están las bodegas y los pañoles,
y el camarote del comandante con el diario de a bordo, Ella que se encargue de
todo, yo voy a reclutar la tripulación, dijo el hombre, y se apartó.
La mujer de la
limpieza fue a la oficina del capitán para recoger las llaves, después entró en
el barco, dos cosas le valieron, la escoba del palacio y el aviso contra las
gaviotas, todavía no había acabado de atravesar la pasarela que unía la amurada
al atracadero y ya las malvadas se precipitaban sobre ella gritando, furiosas,
con las fauces abiertas, como si la fueran a devorar allí mismo. No sabían con
quién se enfrentaban. La mujer de la limpieza posó el cubo, se guardó las llaves
en el seno, plantó bien los pies en la pasarela y, remolineando la escoba como
si fuese un espadón de los buenos tiempos, consiguió poner en desbandada a la
cuadrilla asesina. Sólo cuando entró en el barco comprendió la ira de las
gaviotas, había nidos por todas partes, muchos de ellos abandonados, otros
todavía con huevos, y unos pocos con gaviotillas de pico abierto, a la espera
de comida, Pues sí, pero será mejor que se muden de aquí, un barco que va en
busca de la isla desconocida no puede tener este aspecto, como si fuera un
gallinero, dijo. Tiró al agua los nidos vacíos, los otros los dejó, luego
veremos. Después se remangó las mangas y se puso a lavar la cubierta. Cuando
acabó la dura tarea, abrió el pañol de las velas y procedió a un examen minucioso
del estado de las costuras, tanto tiempo sin ir al mar y sin haber soportado
los estirones saludables del viento. Las velas son los músculos del barco,
basta ver cómo se hinchan cuando se esfuerzan, pero, y eso mismo les sucede a
los músculos, si no se les da uso regularmente, se aflojan, se ablandan,
pierden nervio. Y las costuras son los nervios de las velas, pensó la mujer de
la limpieza, contenta por aprender tan de prisa el arte de la marinería.
Encontró deshilachadas algunas bastillas, pero se conformó con señalarlas, dado
que para este trabajo no le servían la aguja y el hilo con que zurcía las
medias de los pajes antiguamente, o sea, ayer. En cuanto a los otros pañoles,
enseguida vio que estaban vacíos. Que el de la pólvora estuviese desabastecido,
salvo un polvillo negro en el fondo, que al principio le parecieron cagaditas
de ratón, no le importó nada, de hecho no está escrito en ninguna ley, por lo
menos hasta donde la sabiduría de una mujer de la limpieza es capaz de
alcanzar, que ir por una isla desconocida tenga que ser forzosamente una
empresa de guerra. Ya le enfadó, y mucho, la falta absoluta de municiones de
boca en el pañol respectivo, no por ella, que estaba de sobra acostumbrada al
mal rancho del palacio, sino por el hombre al que dieron este barco, no tarda
que el sol se ponga, y él aparecerá por ahí clamando que tiene hambre, que es
el dicho de todos los hombres apenas entran en casa, como si sólo ellos
tuviesen estómago y sufriesen de la necesidad de llenarlo, Y si trae marineros para
la tripulación, que son unos ogros comiendo, entonces no sé cómo nos vamos a
gobernar, dijo la mujer de la limpieza.
No merecía la pena
preocuparse tanto. El sol acababa de sumirse en el océano cuando el hombre que
tenía un barco surgió en el extremo del muelle. Traía un bulto en la mano, pero
venía solo y cabizbajo. La mujer de la limpieza fue a esperarlo a la pasarela,
antes de que abriera la boca para enterarse de cómo había transcurrido el resto
del día, él dijo, Estate tranquila, traigo comida para los dos, Y los
marineros, preguntó ella, Como puedes ver, no vino ninguno, Pero los dejaste
apalabrados, al menos, volvió a preguntar ella, Me dijeron que ya no hay islas
desconocidas, y que, incluso habiéndolas, no iban a dejar el sosiego de sus
lares y la buena vida de los barcos de línea para meterse en aventuras
oceánicas, a la búsqueda de un imposible, como si todavía estuviéramos en el
tiempo del mar tenebroso, Y tú qué les respondiste, Que el mar es siempre
tenebroso, Y no les hablaste de la isla desconocida, Cómo podría hablarles de
una isla desconocida, si no la conozco, Pero tienes la certeza de que existe,
Tanta como de que el mar es tenebroso, En este momento, visto desde aquí, con
las aguas color de jade y el cielo como un incendio, de tenebroso no le
encuentro nada, Es una ilusión tuya, también las islas a veces parece que
fluctúan sobre las aguas y no es verdad, Qué piensas hacer, si te falta una
tripulación, Todavía no lo sé, Podríamos quedarnos a vivir aquí, yo me
ofrecería para lavar los barcos que vienen al muelle, y tú, Y yo, Tendrás un
oficio, una profesión, como ahora se dice, Tengo, tuve, tendré si fuera
preciso, pero quiero encontrar la isla desconocida, quiero saber quién soy yo
cuando esté en ella, No lo sabes, Si no sales de ti, no llegas a saber quién
eres, El filósofo del rey, cuando no tenía nada que hacer, se sentaba junto a
mí, para verme zurcir las medias de los pajes, y a veces le daba por filosofar,
decía que todo hombre es una isla, yo, como aquello no iba conmigo, visto que
soy mujer, no le daba importancia, tú qué crees, Que es necesario salir de la
isla para ver la isla, que no nos vemos si no nos salimos de nosotros, Si no
salimos de nosotros mismos, quieres decir, No es igual. El incendio del cielo
iba languideciendo, el agua de repente adquirió un color morado, ahora ni la
mujer de la limpieza dudaría que el mar es de verdad tenebroso, por lo menos a
ciertas horas.
Dijo el hombre,
Dejemos las filosofías para el filósofo del rey, que para eso le pagan, ahora
vamos a comer, pero la mujer no estuvo de acuerdo, Primero tienes que ver tu
barco, sólo lo conoces por fuera. Qué tal lo encontraste, Hay algunas costuras
de las velas que necesitan refuerzo, Bajaste a la bodega, encontraste agua
abierta, En el fondo hay alguna, mezclada con el lastre, pero eso me parece que
es lo apropiado, le hace bien al barco, Cómo aprendiste esas cosas, Así, Así
cómo, Como tú, cuando dijiste al capitán del puerto que aprenderías a navegar
en la mar, Todavía no estamos en el mar, Pero ya estamos en el agua, Siempre
tuve la idea de que para la navegación sólo hay dos maestros verdaderos, uno es
el mar, el otro es el barco, Y el cielo, te olvidas del cielo, Sí, claro, el
cielo, Los vientos, Las nubes, El cielo, Sí, el cielo.
En menos de un cuarto de
hora habían acabado la vuelta por el barco, una carabela, incluso transformada,
no da para grandes paseos. Es bonita, dijo el hombre, pero si no consigo
tripulantes suficientes para la maniobra, tendré que ir a decirle al rey que ya
no la quiero, Te desanimas a la primera contrariedad, La primera contrariedad
fue esperar al rey tres días, y no desistí, Si no encuentras marineros que
quieran venir, ya nos las arreglaremos los dos, Estás loca, dos personas solas
no serían capaces de gobernar un barco de éstos, yo tendría que estar siempre
al timón, y tú, ni vale la pena explicarlo, es una locura, Después veremos,
ahora vamos a cenar. Subieron al castillo de popa, el hombre todavía
protestando contra lo que llamara locura, allí la mujer de la limpieza abrió el
fardel que él había traído, un pan, queso curado, de cabra, aceitunas, una
botella de vino. La luna ya estaba a medio palmo sobre el mar, las sombras de
la verga y del mástil grande vinieron a tumbarse a sus pies. Es realmente
bonita nuestra carabela, dijo la mujer, y enmendó enseguida, La tuya, tu
carabela, Supongo que no será mía por mucho tiempo, Navegues o no navegues con
ella, la carabela es tuya, te la dio el rey, Se la pedí para buscar una isla
desconocida, Pero estas cosas no se hacen de un momento para otro, necesitan su
tiempo, ya mi abuelo decía que quien va al mar se avía en tierra, y eso que él
no era marinero, Sin marineros no podremos navegar, Eso ya lo has dicho, Y hay
que abastecer el barco de las mil cosas necesarias para un viaje como éste, que
no se sabe adónde nos llevará, Evidentemente, y después tendremos que esperar a
que sea la estación apropiada, y salir con marea buena, y que venga gente al
puerto a desearnos buen viaje, Te estás riendo de mí, Nunca me reiría de quien
me hizo salir por la puerta de las decisiones, Discúlpame, Y no volveré a pasar
por ella, suceda lo que suceda. La luz de la luna iluminaba la cara de la mujer
de la limpieza, Es bonita, realmente es bonita, pensó el hombre, y esta vez no
se refería a la carabela. La mujer, ésa, no pensó nada, lo habría pensado todo
durante aquellos tres días, cuando entreabría de vez en cuando la puerta para
ver si aquél aún continuaba fuera, a la espera. No sobró ni una miga de pan o
de queso, ni una gota de vino, los huesos de las aceitunas fueron a parar al
agua, el suelo está tan limpio como quedó cuando la mujer de la limpieza le
pasó el último paño. La sirena de un paquebote que se hacía a la mar soltó un
ronquido potente, como debieron de ser los del leviatán, y la mujer dijo, Cuando
sea nuestra vez, haremos menos ruido. A pesar de que estaban en el interior del
muelle, el agua se onduló un poco al paso del paquebote, y el hombre dijo, Pero
nos balancearemos mucho más. Se rieron los dos, después se callaron, pasado un
rato uno de ellos opinó que lo mejor sería irse a dormir. No es que yo tenga
mucho sueño, y el otro concordó, Ni yo, después se callaron otra vez, la luna
subió y continuó subiendo, a cierta altura la mujer dijo, Hay literas abajo, y
el hombre dijo, Sí, y entonces fue cuando se levantaron y descendieron a la
cubierta, ahí la mujer dijo, Hasta mañana, yo voy para este lado, y el hombre
respondió, Y yo para éste, hasta mañana, no dijeron babor o estribor,
probablemente porque todavía están practicando en las artes. La mujer volvió
atrás, Me había olvidado, se sacó del bolsillo dos cabos de velas, Los encontré
cuando limpiaba, pero no tengo cerillas, Yo tengo, dijo el hombre. Ella mantuvo
las velas, una en cada mano, él encendió un fósforo, después, abrigando la
llama bajo la cúpula de los dedos curvados la llevó con todo el cuidado a los
viejos pabilos, la luz prendió, creció lentamente como la de la luna, bañó la
cara de la mujer de la limpieza, no sería necesario decir que él pensó, Es
bonita, pero lo que ella pensó, sí, Se ve que sólo tiene ojos para la isla
desconocida, he aquí cómo se equivocan las personas interpretando miradas,
sobre todo al principio. Ella le entregó una vela, dijo, Hasta mañana, duerme
bien, él quiso decir lo mismo, de otra manera, Que tengas sueños felices, fue
la frase que le salió, dentro de nada, cuando esté abajo, acostado en su
litera, se le ocurrirán otras frases, más espiritosas, sobre todo más
insinuantes, como se espera que sean las de un hombre cuando está a solas con
una mujer. Se preguntaba si ella dormiría, si habría tardado en entrar en el
sueño, después imaginó que andaba buscándola y no la encontraba en ningún
sitio, que estaban perdidos los dos en un barco enorme, el sueño es un
prestidigitador hábil, muda las proporciones de las cosas y sus distancias,
separa a las personas y ellas están juntas, las reúne, y casi no se ven una a
otra, la mujer duerme a pocos metros y él no sabe cómo alcanzarla, con lo fácil
que es ir de babor a estribor.
Le había deseado
buenos sueños, pero fue él quien se pasó toda la noche soñando. Soñó que su
carabela navegaba por alta mar, con las tres velas triangulares gloriosamente
hinchadas, abriendo camino sobre las olas, mientras él manejaba la rueda del
timón y la tripulación descansaba a la sombra. No entendía cómo estaban allí
los marineros que en el puerto y en la ciudad se habían negado a embarcar con
él para buscar la isla desconocida, probablemente se arrepintieron de la
grosera ironía con que lo trataron. Veía animales esparcidos por la cubierta, patos,
conejos, gallinas, lo habitual de la crianza doméstica, comiscando los granos
de millo o royendo las hojas de col que un marinero les echaba, no se acordaba
de cuándo los habían traído para el barco, fuese como fuese, era natural que
estuviesen allí, imaginemos que la isla desconocida es, como tantas veces lo
fue en el pasado, una isla desierta, lo mejor será jugar sobre seguro, todos
sabemos que abrir la puerta de la conejera y agarrar un conejo por las orejas
siempre es más fácil que perseguirlo por montes y valles. Del fondo de la
bodega sube ahora un relincho de caballos, de mugidos de bueyes, de rebuznos de
asnos, las voces de los nobles animales necesarios para el trabajo pesado, y
cómo llegaron ellos, cómo pueden caber en una carabela donde la tripulación
humana apenas tiene lugar, de súbito el viento dio una cabriola, la vela mayor
se movió y ondeó, detrás estaba lo que antes no se veía, un grupo de mujeres
que incluso sin contarlas se adivinaba que eran tantas cuantos los marineros,
se ocupan de sus cosas de mujeres, todavía no ha llegado el tiempo de ocuparse
de otras, está claro que esto sólo puede ser un sueño, en la vida real nunca se
ha viajado así. El hombre del timón buscó con los ojos a la mujer de la
limpieza y no la vio. Tal vez esté en la litera de estribor, descansando de la
limpieza de la cubierta, pensó, pero fue un pensar fingido, porque bien sabe,
aunque tampoco sepa cómo lo sabe, que ella a última hora no quiso venir, que
saltó para el embarcadero, diciendo desde allí, Adiós, adiós, ya que sólo
tienes ojos para la isla desconocida, me voy, y no era verdad, ahora mismo
andan los ojos de él pretendiéndola y no la encuentran. En este momento se
cubrió el cielo y comenzó a llover y, habiendo llovido, principiaron a brotar
innumerables plantas de las filas de sacos de tierra alineados a lo largo de la
amurada, no están allí porque se sospeche que no haya tierra bastante en la
isla desconocida, sino porque así se ganará tiempo, el día que lleguemos sólo
tendremos que trasplantar los árboles frutales, sembrar los granos de las
pequeñas cosechas que van madurando aquí, adornar los jardines con las flores
que abrirán de estos capullos. El hombre del timón pregunta a los marineros que
descansan en cubierta si avistan alguna isla desconocida, y ellos responden que
no ven ni de unas ni de otras, pero que están pensando desembarcar en la
primera tierra habitada que aparezca, siempre que haya un puerto donde fondear,
una taberna donde beber y una cama donde folgar, que aquí no se puede, con toda
esta gente junta. Y la isla desconocida, preguntó el hombre del timón, La isla
desconocida es cosa inexistente, no pasa de una idea de tu cabeza, los
geógrafos del rey fueron a ver en los mapas y declararon que islas por conocer
es cosa que se acabó hace mucho tiempo, Debieron haberse quedado en la ciudad,
en lugar de venir a entorpecerme la navegación, Andábamos buscando un lugar
mejor para vivir y decidimos aprovechar tu viaje, No son marineros, Nunca lo
fuimos, Solo no seré capaz de gobernar el barco, Haber pensado en eso antes de
pedírselo al rey, el mar no enseña a navegar. Entonces el hombre del timón vio
tierra a lo lejos y quiso pasar adelante, hacer cuenta de que ella era el
reflejo de otra tierra, una imagen que hubiese venido del otro lado del mundo
por el espacio, pero los hombres que nunca habían sido marineros protestaron,
dijeron que era allí mismo donde querían desembarcar, Esta es una isla del
mapa, gritaron, te mataremos si no nos llevas. Entonces, por sí misma, la
carabela viró la proa en dirección a tierra, entró en el puerto y se encostó a
la muralla del embarcadero, Pueden irse, dijo el hombre del timón, acto seguido
salieron en orden, primero las mujeres, después los hombres, pero no se fueron
solos, se llevaron con ellos los patos, los conejos y las gallinas, se llevaron
los bueyes, los asnos y los caballos, y hasta las gaviotas, una tras otra,
levantaron el vuelo y se fueron del barco, transportando en el pico a sus
gaviotillas, proeza que no habían acometido nunca, pero siempre hay una primera
vez. El hombre del timón contempló la desbandada en silencio, no hizo nada para
retener a quienes lo abandonaban, al menos le habían dejado los árboles, los
trigos y las flores, con las trepadoras que se enrollaban a los mástiles y
pendían de la amurada como festones. Debido al atropello de la salida se habían
roto y derramado los sacos de tierra, de modo que la cubierta era como un campo
labrado y sembrado, sólo falta que caiga un poco más de lluvia para que sea un
buen año agrícola. Desde que el viaje a la isla desconocida comenzó, no se ha
visto comer al hombre del timón, debe de ser porque está soñando, apenas
soñando, y si en el sueño les apeteciese un trozo de pan o una manzana, sería
un puro invento, nada más. Las raíces de los árboles están penetrando en el
armazón del barco, no tardará mucho en que estas velas hinchadas dejen de ser
necesarias, bastará que el viento sople en las copas y vaya encaminando la
carabela a su destino. Es un bosque que navega y se balancea sobre las olas, un
bosque en donde, sin saberse cómo, comenzaron a cantar pájaros, estarían
escondidos por ahí y pronto decidieron salir a la luz, tal vez porque la
cosecha ya esté madura y es la hora de la siega. Entonces el hombre fijó la
rueda del timón y bajó al campo con la hoz en la mano, y, cuando había segado
las primeras espigas, vio una sombra al lado de su sombra. Se despertó abrazado
a la mujer de la limpieza, y ella a él, confundidos los cuerpos, confundidas
las literas, que no se sabe si ésta es la de babor o la de estribor. Después,
apenas el sol acabó de nacer, el hombre y la mujer fueron a pintar en la proa
del barco, de un lado y de otro, en blancas letras, el nombre que todavía le
faltaba a la carabela. Hacia la hora del mediodía, con la marea, La Isla
Desconocida se hizo por fin a la mar, a la búsqueda de sí misma.