En el ámbito literario existe una creciente formación de nuevos talentos. La producción de textos aumenta considerablemente; en la siguiente lista, se encuentran escritores noveles que cada día luchan con tinta y papel para llegar al público, con textos que vale la pena leer.




Pasteles de bebé



{Neil Gaiman}

Hace unos años todos los animales se fueron.

Nos despertamos una mañana y ya no estaban allí. Ni siquiera nos dejaron una nota o nos dijeron adiós. Nunca acabamos de entender adónde se habían ido.

Los echábamos de menos.

Algunos pensamos que el mundo se había acabado, pero no era así. Sencillamente, no había más animales. Ni gatos ni conejos, ni perros ni ballenas, ni peces en los mares, ni aves en los cielos.

Estábamos completamente solos.

No sabíamos qué hacer.

Vagamos perdidos un tiempo y entonces alguien señaló que, sólo porque ya no había animales, no teníamos por qué cambiar nuestras vidas. No teníamos por qué cambiar nuestras dietas o dejar de poner a prueba productos que podrían hacernos daño.

Después de todo, aún quedaban los bebes.

Los bebés no saben hablar. Apenas se pueden mover. Un bebé no es una criatura racional y pensante.

Hicimos bebés.

Y los usamos.

Algunos nos los comimos. La carne de bebé es tierna y suculenta.

Los despellejamos y nos decoramos con su piel. El cuero de bebé es suave y cómodo.

Con otros hicimos pruebas.

Les sujetamos los ojos abiertos con cinta adhesiva y vertimos detergentes y champús dentro, de gota en gota.

Los cubrimos de cicatrices y los escaldamos. Los quemamos. Los sujetamos con abrazaderas y colocamos electrodos en sus cerebros. Hicimos injertos y los congelamos e irradiamos.

Los bebés respiraban nuestro humo y en sus venas corrían nuestras medicinas y drogas, hasta que dejaban de respirar o hasta que la sangre les dejaba de correr.

Fue duro, desde luego, pero era necesario.

Nadie podía negarlo.

Si habían desaparecido los animales, ¿qué otra cosa podíamos hacer?

Algunas personas se quejaron, por supuesto. Pero la verdad es que siempre lo hacen.

Así que todo volvió a la normalidad.

Pero…

Ayer, todos los bebés habían desaparecido.

No sabemos adónde se fueron. Ni siquiera los vimos marcharse.

No sabemos qué vamos a hacer sin ellos.

Pero ya se nos ocurrirá algo. Los seres humanos son listos. Es lo que nos hace superiores a los animales y a los bebés.

Ya encontraremos una solución.









El evangelista (Escritorio público)
                                                                                                              
 {Montserrat Ocampo Miranda}




A ver, va a decir lo siguiente: “Querida Guillermina: con una chingada, te regresas o voy por ti.”

—¿Así lo escribo, señor?

—Sí, así merito, Armandito. Síguele: “ya son muchos meses de que te largaste a tu pueblo, a mí no me engañas con eso de que cuidas a tu hermano. Te regresas o te regreso. Pos, ¿qué te crees, tarada ésta? Los chamacos chillan de hambre. Yo tengo que trabajar. Además, no hay quien me planche y me lave, negrita. Ándale, ya regrésate. Te prometo que yo, Eugenio”… Eugenio con jota, Armandito.

—Eugenio va con ge, señor.

—Pos como quieras…, “yo, Eugenio, te comparé una de esas máquinas pa’ coser. Me están pagando bien y quiero que mi mujer tenga lo mejor. Por ahí dicen que ya te fuiste con otro. Pero yo les dije, ¿pos con otro quién? Si creo que soy el único atarantado que te vio bonita; porque así como que chula no eres, ¿verdad? Pero yo te quiero de veras.”

—¿Eso también, señor?

—¡Pues sí, chamaco! Tú escríbele: “Ora que regreses nos vamos a comprar una vaquita. Vamos a ser muy felices: yo, tú, la vaquita, los chamacos y la máquina de coser. ¿No te gusta eso?”

—Si quiere puedo escribirle un poema, señor. Yo eso quiero ser: poeta.

—¡No, qué poema ni qué nada! Nomás es para que se regrese la canija. ¡Ya me hiciste enojar de nuevo, Armandito! Órale, escríbele esto: “Pero como no te regreses, Guillermina caraja, te arrastro de las greñas nomás te encuentre. Porque de mí nadie se burla, sonsa. Y ya que estás de paso por allá en tu pueblo, tráeme uno de esos pulquecitos que hacen. Vieras que me muero por darme una borrachera. Pero siempre en tu nombre, mi mujercita.”

—¿Quiere que le diga que la extraña?

—Ah, pos eso no estaría mal, Armandito. Escríbeselo. ¡Ah! También dile que no la cambiaría por nadie.

—Le escribiré que no hay mujer tan bella. Ni siquiera una rosa.

—¡Ándele! Ya de paso dile que si me pone el cuerno la mato.

—¿Algo más, señor?

—No, ya nada, Armandito. Nomás mándale besos y saludos. Dile que estoy bien.

—¿Y que la quiere?

—Así es, mijo. Sí que le sabes. Vas a ser un gran escritor.








El cuento de escala Marca Diablo

{TrevizoElman}




El doctor Diablo había inventado una fórmula para borrar de la página todo lo que no funcionara: verbos, sustantivos, adjetivos de más… todo aquello que demorara su gloria como escritor. Destapó el frasco y, optimista, puso unas cuantas gotas sobre su nuevo cuento de poco menos de media página. Se llamaba “Marca Diablo ®”. De inmediato, todo el líquido se dispersó por la superficie de la hoja, borrando gerundios, artículos, puntos suspensivos, palabras inútiles. El doctor Diablo nunca imaginó que el papel palideciera por completo, como hoja recién parida. Resignado, volvió a comenzar el cuento y vació en el retrete su nueva fórmula.






El gato mecánico (fragmento)

{ Yeni Rueda López}





María está sumamente asustada. Las friegas de alcohol no han podido calmar los nervios alterados de la adolescente. Mi mamá me contó que todos corrían en su casa con varios remedios para calmar el alma de la pobre muchacha. Está enferma de susto.

Ella trataba de explicar lo que le había pasado, pero el miedo se apoderaba de su boca y unas lágrimas gordas y nerviosas resbalaban por sus mejillas, sus quejidos se escuchaban hasta la calle. Alguien gritó que el diablo se le había metido en el cuerpo. A mí no me dejaban entrar a verla, aunque alegaba que era su mejor amigo y a lo mejor conmigo podría calmarse y saber qué le pasaba. No fue sino hasta la siguiente noche que la madre, desesperada, se acercó mientras yo bebía café con canela.

Me sorprendí mucho al entrar a su cuarto, todo estaba oscuro y se podía sentir la agonía de su espíritu. Sino se curaba del espanto, seguro se moría. Me sentí muy triste. Para mí era una chamaca llena de candidez, ahora parecía una flor de cempasúchil que se estaba marchitando rápidamente. Ella miraba fijamente hacia la ventana abierta, el único rayo de luz que lograba colarse en la habitación alumbraba sus ojos confusos. Parecía un perrito maltratado que evadía al mundo con tal de no sufrir más. Me incliné frente a ella y le  susurré despacito:

-María, ya es de mañana, ¿No irás a la escuela? Hoy ibas a aprender a coser lentejuelas, ¿Recuerdas? ¿No dijiste que querías aprender para ponérselos al vestido que ibas a usar en nuestra boda?-

En la habitación no se escucho más que el suspiro del silencio. La jalé lentamente y en cuanto reconoció mi tacto se lanzó a mi pecho, vertiendo en mi camisa la pena que se le atoraba en la garganta. Acaricié sus negros cabellos por un largo rato, mientras ella vaciaba todos sus miedos en mi cuerpo. Terminó de llorar una hora después y besé sus mejillas morenas. Comenzó a hablar con voz tímida y dolorosa:

-Doña Juana me había encargado que pasara a la Iglesia que está en Tepetates; las varices le han imposibilitado las piernas y quería que dejara una vela a San Judas para que le hiciera el milagrito de parar las hemorragias que le asaltan en la noche. Conmovida, acepté y a eso de las cinco de la tarde fui a dejar el encargo. Cando venía de regreso, me puse a husmear entre los vendedores; como de costumbre, había variedad de mercancía: llaveros, peluchitos, flores de maíz, cactus, bolsas y hasta pollitos de colores. Un puesto llamó mi atención. Al contrario de los otros, no había ni una sola persona mirando la mercancía, es más, parecía que nadie se daba cuenta de que el puesto estaba ahí más que yo. Quien estaba a cargo era un niño de aproximadamente doce años, moreno como nosotros y con ropa de manta. Usaba un sombrero de paja que no me permitía ver su rostro, era como si la nada se extendiera en su cara. En un pedazo de manta blanca que estaba extendida estaban colocados en hilera unos bellos gatos mecánicos, recubiertos de peluche barato, de aproximadamente 30 cm de altura. Los ojos eran verdes, pero a diferencia de sus demás ornamentos, éstos parecían reales y no te miento cuando te digo que hasta noté que parpadeaban-